El Triángulo Norte es más que la suma de tres países, es una región donde, a pesar de las fronteras, las sociedades comparten muchas características: han pasado por horrendos conflictos armados, los niveles de pobreza y desigualdad son superiores a los promedios de Latinoamérica; la violencia, la corrupción y la impunidad son cosas del diario vivir. Pero sobre todo comparten que no han logrado ofrecerles a sus ciudadanos las posibilidades de desarrollo y que por lo tanto su mejor opción sea arriesgar su vida y migrar hacia Estados Unidos.

Uno de los hechos que puso en evidencia esta situación fue la crisis de niños migrantes no acompañados del año pasado. Ante esta realidad Estados Unidos junto a El Salvador, Honduras y Guatemala decidieron echar andar el denominado «Plan Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte», con el objetivo de asistir a los migrantes creando una nueva fuente de empleos, ofreciendo educación y salud al tiempo en que se fortalece la institucionalidad de los países centroamericanos. En otras palabras, lo que este plan busca es crear las condiciones necesarias para que los habitantes de esta subregión se queden en estos países y no necesiten migrar hacia el Norte.

Para tan grande cometido, sin lugar a dudas era necesario contar con un plan que fuera discutido con quienes son las potenciales personas a migrar, para identificar qué acciones evitarían esto; y lo segundo, es contar con el financiamiento suficiente para ejecutar un plan ambicioso. Lo cierto es que ni uno ni lo otro se hizo.

Este plan fue discutido por un reducido grupo de representantes centroamericanos y estadounidenses, las organizaciones de sociedad civil en el mejor de los casos fueron invitadas para contarles cómo sería el plan, no para elaborarlo conjuntamente. Quizá el sector empresarial fue el que tuvo mayor incidencia en lo que finalmente se plasmó, fiel reflejo de cómo se formulan las políticas públicas en nuestro país: de espalda a la población.

En cuanto al financiamiento, lejos de recibir estratosféricas cantidades de parte de Estados Unidos, para el 2016 se tiene estimado que El Salvador recibirá USD65 millones, Guatemala USD112 millones y Honduras USD98 millones. No obstante, la Secretaría Técnica de la Presidencia salvadoreña ha expresado que existe otra parte de los fondos destinada a cooperación regional, superior a los USD400 millones a la que también los países del Triángulo Norte pueden aplicar; por cierto este dinero no entrará a las arcas del Estado, sino que será ejecutado por la Agencia de Cooperación de los Estados Unidos (AID).

Quiere decir que el dinero que recibirá El Salvador apenas representa un 1.3% del Presupuesto General de la Nación para el 2016. Esto debería ser argumento suficiente para que los ciudadanos de estos países no caigan en la ilusión óptica de este plan y piensen que las soluciones a nuestros problemas vendrán del Norte (y no me refiero a las remesas).

Este plan, así como lo establecido en la III Conferencia Internacional sobre la Financiación para el Desarrollo, llevada a cabo en Addis Abeba, viene a recordar que los únicos responsables de solucionar los problemas, que incluye los recursos para hacerlo, son los Estados. Es decir, este plan ni va a evitar las migraciones y mucho menos logrará los cambios estructurales que se requieren.

Lo que implica hacer una reingeniería del quehacer público, pero también del privado. Plantearnos qué tipo de país queremos y cómo lo vamos a financiar; pasar de un Estado de subsistencia a uno de suficiencia, donde no exista una sola persona sin la garantía de acceso gratuito a educación y salud pública de calidad; donde el crecimiento económico no solo sea alto, sino también con respeto al medio ambiente y garantía a los derechos humanos. Así que, o seguimos teniendo falsas esperanzas con este tipo de planes o de una vez por todas dejamos de un lado la polarización y empezamos a construir un país donde quepamos todos y todas.