La noticia nos golpea con una brutalidad escalofriante, un eco doloroso que resuena en las estadísticas y en el silencio de las víctimas. Otra mujer, arrebatada de su vida por la mano de un hombre que alguna vez juró amarla. Y, aunque cada caso tiene sus particularidades, una sombra oscura y persistente se cierne sobre estos crímenes: el machismo.

Como criminólogo, he dedicado años a desentrañar las complejas motivaciones detrás de la violencia. En el caso de los feminicidios perpetrados por hombres con arraigadas creencias machistas, no estamos hablando simplemente de un arrebato de ira, celos o de un conflicto que se descontrola. Nos enfrentamos a una manifestación extrema de una ideología tóxica que considera a la mujer como una posesión, un objeto cuyo valor reside en su sumisión y obediencia a los dictados masculinos.

El machismo, en su núcleo más violento, se nutre de una concepción distorsionada del poder, dominio y del "honor". Para estos hombres, la autonomía femenina, la independencia de pensamiento o la simple decisión de romper una relación se perciben como una afrenta directa a su autoridad, una humillación intolerable. Su "honor" masculino, frágil y construido sobre la dominación, se siente mancillado.

En este retorcido esquema mental, la mujer no es un ser humano con derechos y deseos propios, sino una extensión de su identidad masculina. Cualquier intento de ella por ejercer su libertad se interpreta como una rebelión que debe ser sofocada, incluso con la aniquilación. El control, la posesión y la anulación de la individualidad femenina se convierten en imperativos para restaurar ese "orden" patriarcal que sienten amenazado.

Es crucial entender que esta violencia no surge de la nada. Se gesta en una cultura que, aunque avance lentamente hacia la igualdad, aún tolera micromachismos, chistes sexistas, la cosificación de la mujer y la perpetuación de roles de género rígidos. Estos elementos, aparentemente inofensivos, crean un caldo de cultivo donde la idea de la superioridad masculina y la subordinación femenina pueden enraizarse profundamente en la psique de algunos hombres.

Cuando una mujer decide romper con ese esquema de control, cuando se atreve a decir "no" o a construir su propio camino, desafía directamente la base de su poder. La respuesta violenta, en estos casos extremos, no es un acto impulsivo, sino la culminación de una visión del mundo donde la mujer que se rebela debe ser castigada, silenciada para siempre.

No podemos simplificar estos horribles crímenes a meros "crímenes pasionales". Son la expresión más brutal de una desigualdad de género histórica y persistente. Combatir el feminicidio exige un abordaje multifacético que va más allá de la sanción penal. Requiere una profunda transformación cultural que cuestione y desmantele las estructuras patriarcales desde sus cimientos.

La educación desde la primera infancia, en igualdad, la promoción de relaciones basadas en el respeto mutuo, el empoderamiento femenino y la deconstrucción de los estereotipos de género son herramientas fundamentales en esta lucha. Debemos crear una sociedad donde la autonomía de la mujer no sea vista como una amenaza, sino como un derecho inalienable. Solo así podremos empezar a desterrar la sombra del machismo y evitar que el "honor" masculino siga tiñéndose de la sangre de las mujeres.

• Ricardo Sosa, Doctor y master en criminología
@jricardososa