Más allá de cualquier spot publicitario la apuesta para resolver el problema de seguridad se ha centrado a un enfoque represivo. Bajo ese enfoque millones de nuestros recursos se han destinado a comprar armas, vehículos militares, incluso se han intentado comprar buques de guerra.
La última de las medidas que consolida el continuismo en las estrategias y planes de seguridad obsoletos, propios de regímenes autoritarios, es el anuncio de que cada 15 semanas se incorporarán 1,000 elementos al ejército salvadoreño, con el objetivo de duplicarlos en un período de 5 años. Parece que aprovechando su enorme popularidad, la presidencia ha aprovechado para abrir la administración pública a una mayor participación militar, incluso en tareas que no le corresponden como la de seguridad ciudadana, la sanitaria o, más recientemente, la de salud mental. Resulta muy cuestionable la apuesta por fortalecer el poder militar, en especial porque la Fuerza Armada, a lo largo de su historia, no se ha caracterizado por su transparencia y mucho menos por respetar los derechos humanos, particularmente en sus interacciones con las personas civiles, ¿por qué no fortalecer a la Policía Nacional Civil que justamente tiene el mandato de garantizar la seguridad ciudadana?
Resolver el problema de la inseguridad ha sido uno de las principales banderas de la administración Bukele, con el Plan Control Territorial como emblema de éxito. Pero aunque los homicidios han bajado, las extorsiones, desapariciones, violencia sexual y desplazamientos forzados continúan y El Salvador sigue siendo uno de los países más violentos a nivel internacional. Algo completamente esperable cuando la respuesta del Estado salvadoreño sigue siendo la misma de siempre: más soldados, más policías, más represión. Aunque dice ser diferente, el gobierno de turno ha repetido el mismo error que las administraciones anteriores: ignorar las causas estructurales de la violencia e inseguridad en nuestro país. La violencia e inseguridad tienen como causa principal las desigualdades estructurales y la incapacidad del Estado salvadoreño de garantizar los derechos más básicos de su población, especialmente de la niñez y adolescencia.
Lamentablemente, la posibilidad de construir un país más seguro para todos y todas, como el que describe en los spots publicitarios no pasa por tener más soldados y más balas; sino tener más profesores, más médicos, más ciencia, más protección social y más protección ambiental. Pasa también por tener empleos y salarios dignos; y, por la construcción de un sistema de justicia independiente, que además del castigo, también promueva la reinserción y rehabilitación, al mismo tiempo que también lleve justicia, dignificación y reparación a las víctimas. Además, requiere de acciones deliberadas para la recuperación del tejido social y la construcción de una cultura de paz.
En este punto vale la pena preguntarse: ¿qué tipo de país es el en que queremos vivir? ¿Uno donde los niños y las niñas solo puedan aspirar a unirse a las filas del ejército o a las de una pandilla? ¿O uno en el que el proyecto de vida de cada niño o niña no sea determinado por la violencia y la inseguridad?