La corrupción es un fenómeno generalizado en nuestra sociedad y se puede manifestar de diferentes formas. Desde la persona que cobra un salario por una plaza fantasma, la ministra que contrata a su familia en la institución que dirige, el presidente de una autónoma que usa recursos públicos para hacer mejoras en su propiedad privada, hasta el presidente que se roba recursos, provenientes de la cooperación internacional o de los impuestos de la población, para la atención de una emergencia.

La corrupción no es más que el abuso del poder para beneficio propio y es uno de los fenómenos más dañinos, e incluso normalizado, que menoscaba el desarrollo social y económico, las instituciones democráticas y el Estado de derecho en nuestros países. Al final la corrupción no solo representa el robo de recursos públicos, provenientes del pago de impuestos de toda la ciudadanía, sino que también implica la pérdida de recursos para proveer bienes y servicios públicos para la garantía de los derechos de todas y todos.

El Salvador sigue padeciendo esta enfermedad estructural, por más que cada período electoral aparecen nuevos políticos, con ideas nuevas y sentidos compromisos para erradicar la corrupción, parece que todo eso se olvida al momento de ejercer la función pública. Por eso no es de extrañar que nuestro país, de manera recurrente, sea evaluado como uno en el que se perciben altos niveles de corrupción.

En la edición para 2021 del Índice de Percepción de la Corrupción, elaborado por Transparencia Internacional (TI), obtuvimos una calificación de apenas 34 de 100 puntos posibles. En ese mismo informe TI señalaba preocupación por que El Salvador estaba retrocediendo de manera acelerada en materia de derecho al acceso a la información pública y las prácticas de opacidad en el manejo de los recursos públicos son cada vez más recurrentes. Las alarmas suenan aún más fuerte al considerar que varios funcionarios de alto rango de administraciones pasadas y de la actual han sido incluidos en la Lista Engel, señalados de haber cometido actos de corrupción; al mismo tiempo se observa el cierre del espacio cívico, con la persecución de voces críticas del actuar gubernamental, y la promoción leyes que atentan contra organizaciones de sociedad civil personas defensoras de derechos humanos, activistas, y periodistas independientes; la restricción de derechos civiles y políticos de la ciudadanía; y, la destrucción de la independencia de las instituciones estatales, particularmente en el sector justicia.

Con un panorama tan complejo y poco esperanzador, nos toca, hoy más que nunca, a todos los sectores de la sociedad reforzar nuestro compromiso con la lucha contra la corrupción. Debemos seguir defendiendo derechos como la libertad de expresión, asociación y reunión, porque son los derechos que nos hacen posible pedir cuentas a los funcionarios y funcionarias públicas. Además, también debemos reivindicar el derecho de acceso a la información pública, especialmente en lo que se refiere a la transparencia del presupuesto público. Debemos exigir que entidades como el Instituto de Acceso a la Información Pública, la Corte de Cuentas de la República, la Fiscalía General de la República y la Corte Suprema de Justicia restituyan su independencia y ejerzan efectivamente el mandato de supervisar el ejercicio del poder, particularmente del ejecutivo, e impedir cualquier abuso o extralimitación.

Además debemos realizar un llamado urgente a la comunidad internacional los organismos multilaterales y regionales de crédito para que fortalezcan la evaluación del entorno de corrupción y de respeto a los derechos humanos como parte de los mecanismos de otorgamiento de financiamiento, a la vez de condicionar, el acceso a dicho financiamiento, a la adopción de mecanismos de transparencia y rendición de cuentas, reduciendo así el espacio para que sus recursos se utilicen para financiar gobiernos corruptos y regímenes autoritarios que violan los derecho de las personas.

Ante la desolación, lo fácil sería aceptar y normalizar la corrupción, la opacidad y la destrucción de nuestra democracia, pero hacerlo implica también dar por perdido un país diferente, toca seguir luchando por que nuestros gobernantes rindan cuentas y combatan la corrupción, solo así, podremos tener un El Salvador en el que todas las personas podamos gozar plenamente nuestros derechos.