Veníamos con mi mamá y mi padrastro en el carro. Era 1979. El movimiento guerrillero que tanto dolor, destrucción y sangre ocasionó al país se había destapado, y una camada de militares jóvenes había depuesto al general Romero. Pasábamos por la Zacamil, veníamos bordeando colonias donde no estuvieran cerradas las calles por las llantas consumiéndose por las llamas. Yo tenía 10 años, no tenía ni idea de lo que pasaba. Escuché a mi mamá que los insurgentes hablaban de clases gratuitas, subsidio a todo y justicia social. Dentro de la angustia que provoca la incertidumbre, eso sonaba bien. La izquierda, aunque armada y asesina, no sonaba tan mal.

43 años después de esto no puedo sino asegurar con total firmeza que la izquierda prosoviética, marxista (y todos los demás condimentos y edulcorantes que les agregan) no han sido sino un terrible fraude, una camarilla de resentidos sociales y envidiosos que lo único que odiaban era no gozar de la riqueza que los empresarios tenían, ni el poder absoluto que los militares ejercían.

Como lo digo desde hace años, la izquierda nuestra, la india, la aldeana, la de Che Guevara de cafetín, lo revolucionarios pintaparedes y quemabuses, así como sus dirigentes atravesados, ven riqueza, piensan en distribuirla, no producen nada porque son incapaces, regalan el dinero y cuando ya toda la economía está destruida les echan la culpa a los medios, a los empresarios y al imperio. Un discursito tan trillado que se volvió su más prominente tara mental.

No me extraña que haya ganado Lula, lo que me extraña es que haya sacado tantos votos Bolsonaro, y allí vamos a otra cosa: ¿por qué la derecha, que sabe cómo generar riqueza y sacar a los países adelante, es tan torpe, tan estúpida para gobernar? Y resulta que termina dejando la tierra fertilizada para que los zurdos vuelvan a crecer. Es digno de un análisis aparte.

Luiz Inazio “Lula” Da Silva es un tipazo, sí, es un líder innato, y con una de esas historias de éxito que inspiran: nacido en una de las regiones paupérrimas del país, el menor de 7 hijos abandonados por su padre, migraron a la gigantesca y devoradora San Pablo. Vendedor ambulante, lustrabotas, tornero y de allí saltó a la política sindical. Fundó el Partido de los Trabajadores, lideró una enorme huelga contra la dictadura militar que había reinado de 1964 a 1985. O sea, todo un cabeza dura, de esos que tienen éxito porque se meten entre ceja y ceja una meta, tanto así que, a pesar de que perdió tres veces sus aspiraciones a la presidencia (1989, 1994 y 1998), cuando muchos a la primera no vuelven o los declaran “cuetes quemados”, él perseveró.

Tuvo una fortuna increíble porque en su gobierno, porque China empezó a devorar cantidades ingentes de materia prima que, Brasil, siendo inmensamente rico en recursos naturales, se los pudo proporcionar en toneladas.

Sacó a 30 millones de brasileños de la pobreza por lo que salió de la presidencia el 2010 con una aprobación del 90%. Gracias a ello (y la corrupción de FIFA y el COI para otorgar sedes) consiguió las sedes del Mundial 2014 y las Olimpíadas 2016.

No obstante, se embadurnó en casos de corrupción sumamente escandalosos:
Fue reelegido pese al caso del “Mensalao”, una millonaria contabilidad ilegal montada por el Partido de los Trabajadores, su partido, por una promesa de comprar votos a los partidos de “izquierda”, mensualmente. Además, fue condenado en 2017 a nueve años y medio de prisión por la obtención de un apartamento de una constructora a cambio de contratos públicos. Estuvo preso 19 meses, pero la política es sucia, la justicia es sumisa, y al final, allí está: presidente de nuevo.

Sin duda alguna será un gobierno como cualquier otro de izquierda, el problema serio para la economía más grande de Latinoamérica es que, si sigue en las andadas, porque gallina que come huevo..., y ante un mundo en crisis, lo más seguro es que luego les caiga a los brasileños un demagogo mentiroso, mesiánico y con aspiraciones autocráticas y reeleccionistas.