No una sino varias veces, en privado y en público, siendo cardenal Jorge Mario Bergoglio dijo que si él hubiera sido el papa lo primero que hubiera hecho era ordenar la beatificación de monseñor Óscar Arnulfo Romero. Entre la conexión de ambos personajes universales, hay un par de argentinos: los cardenales Eduardo Pironio y Antonio Quarracino.

Ellos conocieron personalmente a nuestro buen pastor; pero este y quien después llegaría a ser el recién fallecido papa Francisco, nunca se cruzaron en vida. Bergoglio se sentó en la silla pontificia en marzo del 2013 y honró su palabra, ordenando la beatificación de Romero como “mártir por odio a la fe” dos años después; esta se dio en la capitalina plaza de El Salvador del Mundo en mayo del 2016 y su canonización en la de San Pedro en octubre del 2018.

Cuatro décadas atrás, casi, Romero viajó a Europa. Allá se encontró en junio de 1978 con Pironio, entonces prefecto de la Congregación para los religiosos y los institutos seculares; además, primer latinoamericano instalado en la curia romana. Al despedirse de quien ya antes era su amigo, le dijo que lo acusaban “de ser instrumento del comunismo en América Latina”; el cardenal le respondió: “No me extraña puesto que hasta publicaron un libro titulado ‘Pironio, pirómano’”.

Se reunieron nuevamente en el Vaticano en mayo de 1979. “Le expuse confidencialmente –narra monseñor en su diario– mi situación en mi Diócesis y ante la Santa Sede. Me abrió su corazón diciéndome lo que él también sufría; pero había que “seguir trabajando, informando lo más que se pueda la verdad de nuestra realidad”. “Lo peor que puedes hacer ‒le dijo‒ es desanimarte. ¡Ánimo Romero!”.

Con el cardenal Quarrancino, no entablaron amistad. Siendo obispo de Avellaneda, este fue enviado a El Salvador para realizar una visita apostólica. Eran tiempos de Juan Pablo II. El embajador argentino de la época envió, a su cancillería, el Cable Nº 325 fechado el 22 de diciembre de 1978 informando sobre la investigación realizada por Quarracino. Comentó la “actitud” de Romero contra las autoridades estatales y el resto del obispado salvadoreño; también acerca de sus homilías “incitando” a la “rebelión” y la “colaboración de sacerdotes con grupos subversivos”. Su “informante” ‒creía este “diplomático”‒ estaba firmemente convencido de que el enviado de la Santa Sede había constatado “dichas denuncias”.

El 28 de mayo del año siguiente, monseñor terminó la carta para la curia pontificia respondiendo a la recomendación de Quarracino sobre el nombramiento de un “administrador apostólico, sede plena”. Entonces plasmó en su diario lo siguiente: “He expresado que tal solución no solo me parece ineficaz sino muy dañina para la Arquidiócesis”; “no se trata únicamente de resolver problemas personales –agregó– sino de que sea expresión de todo el pueblo de Dios la voz del obispo, lo cual se neutralizaría enormemente poniéndole un administrador apostólico”. Lo sugerido por el purpurado argentino, señaló, se interpretaría como “una desconfianza acerca del propio obispo”.

Hoy Pironio ya es beato, Quarracino no; Pironio fue amigo de Romero y –según este‒ “de los obispos de América Latina”, Quarracino no; en palabras de Francisco, promovido al obispado por Quarracino, Pironio era un “defensor incansable de la causa de sus hermanos más pobres” como lo fue Romero. Pero más allá de esa conexión episcopal argentina con este, digna de una buena pluma para recrearla, hay otra faceta del apenas difunto pontífice que merece destacarse por su enganche con el prelado salvadoreño: las desapariciones forzadas.

La mujer que según el mismo Bergoglio le enseñó a “pensar la política” fue Ester Ballestrino, química paraguaya desaparecida por la dictadura de Videla entregada en diciembre de 1977 por Alfredo Astiz ‒joven militarucho conocido como el “Ángel de la muerte”‒ junto con cuatro monjas francesas y otras víctimas más; a todas las arrojaron vivas al mar, en uno de los llamados “vuelos de la muerte”. El oleaje del Atlántico, años después, devolvió varios restos mortales de estas; los inhumaron en un cementerio para luego llevarlos a la iglesia de Santa Cruz, tras la autorización del arzobispo de Buenos Aires: el cardenal Bergoglio.

Romero aseguró, en diciembre, de 1977 que la Iglesia no era “ilusa”; que esperaba segura “la hora de la redención”. “Esos desaparecidos aparecerán”, afirmó. “El dolor de estas madres ‒agregó‒ se convertirá en Pascua. La angustia de este pueblo que no sabe adónde va en medio de tanta angustia, será Pascua de resurrección si nos unimos a Cristo”. Finalmente, Romero también pensó la política al punto de proclamar su dimensión en la fe; eso ocurrió cincuenta días antes de su martirio en Lovaina.

Hoy, Romero y Bergoglio, ya se conectaron personalmente.