El espacio público es un testimonio de la historia, memoria e identidad de un país. En el caso del Parque Cuscatlán, este emerge como un símbolo poderoso del crecimiento de una joven república y su capital, la San Salvador de los años 30. Y si bien, el tiempo ha pasado y el parque se ha renovado, este, a sus 85 años, sigue siendo crucial para conmemorar el pasado y, con ello, algunas de nuestras cicatrices. El parque es también un escenario vivo para “tocar” los elementos de nuestra identidad y nuestras raíces.

El Monumento a la Memoria y la Verdad, inaugurado en 2003, nos recuerda los nombres de los miles de hombres y mujeres que perdieron la vida en la guerra civil. Es más, hace tan solo unas semanas, se inauguró el Jardín Memorial en Conmemoración a la Niñez Desaparecida gracias al Ministerio de Cultura, Pro-Búsqueda y el PNUD y es un recordatorio constante de la necesidad de proteger a los más vulnerables y de asegurar que las atrocidades del pasado no se repitan.

Estos monumentos no solo son un recordatorio de la violencia y la pérdida, sino también un símbolo de la resiliencia y la lucha por la justicia. Los salvadoreños que los visitan pueden reflexionar sobre su historia reciente, reconocer el dolor y sufrimiento vividos y renovar su compromiso con la paz y la justicia. Este acto de memoria colectiva es esencial para sanar y para la reconciliación nacional. Qué bueno es que el Parque Cuscatlán sirva para visibilizar este capítulo de nuestra historia.

Un componente significativo del parque es la Sala Nacional de Exposiciones “Salarrué”, fundada en 1959. Administrada por el Ministerio de Cultura, este espacio exhibe constantemente trabajos de enorme calidad y vigencia. La existencia de esta sala enriquece la oferta cultural y destaca la importancia del arte en la formación de la identidad nacional.

Pero el valor del parque como herramienta para la memoria, el conocimiento y reafirmación de la identidad no se queda ahí. Este espacio también es un lugar donde se pueden honrar y celebrar las raíces indígenas y otras tradiciones que forman parte de la identidad salvadoreña. Hace unos días lo comprobamos con la celebración del Día de la Cruz. En esta fecha, se coloca la cruz de jiote, la alfombra de flores y frutas y se comparte con los vecinos con el objetivo de convivir y de remarcar nuestra identidad sincrética y el valor de las tradiciones y así mantenerlas vivas y relevantes para las nuevas generaciones.

Vimos un desfile de niños, algunos aprendiendo aún a caminar, llevando a cuestas un racimo de guineos, un coco, un mango enorme. Disfrutamos ver a una niña, con sus trenzas despeinadas, levantar una sandía con la ayuda de su papá y felizmente llevársela a su casa para compartirla en familia. Ahí, muchos aprovecharon lo colorido de los trajes folklóricos para tomarse fotos con los bailarines y vimos a más de un abuelito aplaudir con el grupo de mujeres que con maestría interpretaron música de marimba.

Tener un espacio con una visita mensual de +65,000 personas es una oportunidad de oro para promover las danzas folklóricas, los mitos y leyendas que contaban los abuelos. Estas expresiones artísticas de todo tipo enriquecen la experiencia de los visitantes y fortalecen el sentido de identidad, comunidad y pertenencia.

Así caemos en la cuenta de que el Parque Cuscatlán, ya sea por sus monumentos o por sus actividades enfocadas en el fomento de nuestra tradiciones, es mucho más que un área recreativa, es un espacio vital de la identidad salvadoreña.

• Mayu Ferrufino es directora ejecutiva de la Fundación Parque Cuscatlán