Pensando en dictaduras a lo largo de la historia mundial vienen a mi mente personajes como José Stalin, Benito Mussolini, Josep Broz Tito, Nicolás Ceausescu, Erich Honecker, Pol Pot, Mao Tse Tung, Kim Il Sung, Jorge Rafael Videla, Augusto Pinochet, Alfredo Stroessner, Idi Amin, Robert Mugabe, Fidel Castro, Fulgencio Batista, Rafael Leónidas Trujillo, Francois y Jean-Claude Duvalier, Muammar el Gaddafi, Sadam Hussein, Maximiliano Hernández Martínez, Anastasio Somoza padre, Anastasio Somoza hijo, Tiburcio Carías Andino, Jorge Ubico, Carlos Castillo Armas ... A excepción del último, todos se instauraron por largo tiempo en el poder durante el siglo XX. En realidad se queda corta la lista pero no debe faltar Adolfo Hitler encabezando el Tercer Reich, término alemán que no aparece en el diccionario de la Real Academia Española pero se traduce como “imperio”. Si me ponen a elegir, no sé si a ustedes les pasará, la figura del tirano genocida alemán es la primera que irrumpe en mi imaginario.

El nazismo fue aplastado por los “aliados” el 8 de mayo de 1945 y su líder, responsable del Holocausto, se suicidó días antes. A Mussolini lo ejecutaron el 28 de abril del mismo año; Trujillo murió acribillado en una emboscada el 30 de mayo de 1961; el cadáver de Videla quedó sentado, el 17 de mayo del 2013, en un inodoro de una prisión adonde cumplía su condena; Ceausescu y su esposa acabaron fusilados el 24 de diciembre de 1989; Pol Pot terminó sus días el 15 de abril de 1998, mientras guardaba arresto domiciliario cuando sus camaradas estaban a punto de entregarlo a Estados Unidos; cómo se palmaron a Gadafi es algo confuso, pero su cadáver terminó arrastrado y pateado el 20 de octubre del 2011 por fuerzas rebeldes; Hussein acabó colgado en la horca el 30 de diciembre del 2006.

De los centroamericanos, los Somoza fallecieron producto de sendos atentados: el papá balaceado el 21 de septiembre de 1956 y muerto nueve días después en un hospital panameño; el hijo también, pero además con un bazukazo que destruyó el carro en que viajaba el 17 de septiembre de 1980 cuando un comando guerrillero lo emboscó en la capital paraguaya, hacia donde huyó. Ubico ahuecó el ala rumbo a Estados Unidos, para dejar ahí este mundo; Hernández Martínez se instaló en Honduras, adonde fue cosido a cuchilladas el 15 de mayo de 1966; a Castillo Armas, quien no duró mucho en la silla presidencial usurpada tras un golpe de Estado, lo despachó un miembro de su guardia dentro del palacio presidencial el 26 de julio de 1957.

Ciertamente, quienes ejercen el oficio de dictador no siempre terminan bien; tampoco quienes les hacen los mandados en los diferentes órganos gubernamentales y otras instituciones estatales. Están más expuestos los mandos policiales y militares, pero de igual forma son altamente “vulnerables” sus encubridores y hacedores de chanchullos en el ámbito judicial desde la cabeza hasta los pies. Por todo eso acá en nuestro “vecindario” regional, sus dictadorzuelos actuales –acostumbrados a darse aires tercermundistas de grandeza– deberían cuidarse de las “traiciones” y pensar bien qué les deparará el futuro.

Pero más deberían pensarlo sus lacayos y cortesanas, sus segundones y arrimadas; en fin, todas aquellas personas aduladoras y serviles que pululan a su alrededor y aparecen etiquetadas en el citado diccionario como “lameculos”. Hoy disfrutan en medio de la corrupción en la cual se mueven y de la cual participan, se regodean con la desinformación que promueven, presumen de los abusos que fomentan o ejecutan, alardean eso con prepotencia degenerada e insultante, se jactan de sus lujos malhabidos, se creen superiores e intocables... Lamentablemente lo son y lo seguirán siendo, sí, hasta que los echemos de ese falso “imperio” del cual creen ser parte. Entonces, nadie verá por esa caterva de sinvergüenzas que se pelean por ser quien más adula.

Porque sepan que los vamos a sacar por la vía que sea y esta puede que no sea la electorera. Y saldrán por la puerta de atrás, si lo logran, huyendo para no terminar pagando los platos rotos de estas autocracias subdesarrolladas como ha ocurrido acá y en otros lados. Mi consejo sano y previsor es que piensen bien lo que están haciendo, decidan de una vez por todas si lo seguirán haciendo y rechacen continuar obedeciendo sin pensarlo ni oponerse. Mejor enfóquense en lo que les pueda ocurrir después. Recuerden las palabras de nuestro santo: “Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado”. Esto alcanza, también, para policías y jueces. Ojo: ¡recapaciten!