La apuesta por la liberalización económica develó que era imposible para los pequeños productores competir en mercados globalizados, y que los grandes productores, especialmente de monocultivos, se basarían en una competitividad espuria: bajos salarios y privilegios fiscales. Lo que provocó que la pobreza mostrara su rostro más amargo a los habitantes rurales, con mayor énfasis en mujeres y poblaciones indígenas y afrodescendientes (alrededor del 69.0 % de la población rural vive en situación de pobreza, en contraste con el 33.0 % de las personas que habitan en la zona urbana de Centroamérica).
A pesar de esto, en un reciente estudio, el Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (Icefi) y el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA) plantean que una nueva ruralidad es posible. Una donde todos los niños y las niñas tengan acceso gratuito y de calidad a la educación; donde hombres y mujeres cuenten con las mismas oportunidades para su desarrollo pleno; donde se respete el derecho a que los pueblos fomenten su propio desarrollo; donde el medio ambiente no sea visto como un espacio para la depredación y la sobreexplotación, sino como la oportunidad de lograr un desarrollo sostenible y sustentable.
Para ello, los esfuerzos por incrementar los ingresos de quienes habitan en las zonas rurales deben buscar apoyar tanto las actividades agropecuarias, como las no agropecuarias. Los programas de protección social, educación y salud deben partir de las premisas de universalidad, gratuidad y calidad. Es indispensable que los esfuerzos en infraestructura rural se orienten al aseguramiento de bienes y servicios públicos como el agua y saneamiento, electricidad, caminos rurales y vivienda. En materia ambiental, es crucial la protección y conservación de los recursos naturales, así como la reducción de la vulnerabilidad ante el cambio climático. Además, es preciso garantizar la participación de la ciudadanía en la toma de decisiones y el respeto de los derechos a que los pueblos erijan su propio desarrollo.
Para sentar las bases de la edificación del desarrollo rural, entre 2016 y 2025, los Estados de los países centroamericanos deberán entre el 6.41 y el 9.79 % de su PIB. Lo que implica mejoras en la coordinación interinstitucional; pero, sobre todo, que la ciudadanía y los distintos actores de la sociedad respalden las propuestas planteadas para que se pueda cambiar el entorno rural.
Un aspecto fundamental que se debe tener presente es que el desarrollo rural también es una cuestión de poder y los cambios que se requieren difícilmente vendrán de quienes históricamente se han beneficiado de la pobreza y el hambre. Debido a esto, los sectores rurales deben resistirse al individualismo y apostarle a la construcción de lo colectivo como una fuerza capaz de impulsar el desarrollo que las mismas comunidades deben decidir. Los países de la región deben reconocer que en las posibilidades de reducir las brechas, de bienestar y económicas, entre las áreas rurales y urbanas, se está jugando el éxito ético, político y económico de Centroamérica.
Sin embargo, si no se logran cambios en la actual política fiscal de supervivencia, lo anterior solo quedaría en buenas intenciones. Por lo que para poder financiar estas intervenciones, los países de la región deberán implementar procesos de diálogo y negociación que conduzcan a nuevos acuerdos o pactos integrales en materia fiscal, los cuales deberían tener como principios guía la progresividad, la justicia social, la sostenibilidad y la suficiencia, que sirva de base para la construcción de Estados verdaderamente democráticos y potenciadores del desarrollo, en especial de quienes habitan en las zonas rurales.