Cuando se pelea por la libertad de los pueblos, el manejo de las expectativas es una de las tareas más delicadas en manos de los líderes liberales. Solía decir Simón Bolívar, responsable de la creación de al menos seis naciones en el continente americano, que “Dios otorga la victoria a la perseverancia”. Y sabía de lo que hablaba. Sin una medición adecuada del tiempo y el sacrificio que comporta la lucha, el peligro del desánimo estará siempre al acecho del ciudadano que se enfrenta a cualquier tiranía.



Este manejo de las expectativas populares es crucialmente significativo en el caso de la actual Venezuela, sedienta como está de liberarse por fin del castrochavismo. Dirigentes políticos que han probado su valentía en numerosas ocasiones —María Corina Machado, Juan Pablo Guanipa y otras figuras conocidas— deben entender que existe en sus dirigidos una mezcla muy polvosa de miedo, hartazgo y ansiedad. Ante semejante ebullición de emociones, hacer llamados a la concentración de gritos y pancartas en un lugar específico representa una forma de combate con límites nítidos, pues el control de la situación no depende únicamente de la movilización interna, sino también de varios elementos cuya conjugación escapa a la voluntad popular expresada con votos y marchas.

Los venezolanos, no se olvide, han dado batallas muy duras desde la llegada de Hugo Chávez al poder, en febrero de 1999. Tras equivocarse garrafalmente dándole al caudillo todo lo que pidió —el Ejecutivo y una fracción parlamentaria, en 1998; la aprobación de un proceso constituyente, una aplastante mayoría en la Asamblea resultante y luego la ratificación de ese estatuto (todo lo anterior en 1999), y el respaldo refrendario a “todos los poderes”, incluidos la Presidencia y una nueva mayoría parlamentaria, en 2000—, los ciudadanos iniciaron un tortuoso camino de resistencia a partir de 2004, convencidos tardíamente de su grave error. Ese año, bajo alegatos de fraude, Venezuela asistió a un referéndum revocatorio que solo sirvió para consolidar el poder de Chávez, quien en 2005 obtuvo la mayoría legislativa que necesitaba ante la ausencia electoral de la oposición. Con el único tropiezo de 2007, cuando fue rechazada la primera gran reforma a su propia Constitución, el “comandante eterno” obtuvo cuestionadas victorias en todos los eventos comiciales que siguieron: la reelección de 2006, las regionales de 2008 y 2010, el referéndum constitucional de 2009 y la última reelección presidencial de diciembre de 2012.



Tras la muerte del líder en 2013, Nicolás Maduro ha ejercido el poder dictatorialmente, no solo por gobernar a través de decretos ejecutivos, sino porque en todas las elecciones en que participó hubo indicios claros de manipulación y fraude: en abril de 2013, en mayo de 2018 y en julio de 2024. Presidente de facto, Maduro es tan impopular como agresivo. Al verse acorralado, muerde, da coces, tira dentelladas; carece del intelecto suficiente para hacer algo distinto de lo que haría una culebra amenazada en su propia cueva.

Por lo mismo, la movilización en las calles y plazas de Venezuela debe mantenerse dosificada. Se trata de un complejo juego de equilibrios destinado a nutrir la cohesión interna mientras se buscan fuera los apoyos imprescindibles. El rechazo al castrochavismo no necesita demostrarse más: ha quedado en evidencia por goleada. El turno es ahora de la comunidad internacional y de la voluntad política de esos líderes que entienden lo que se juega en Venezuela.

De la ONU y la OEA no debe esperarse nada, ni siquiera en sintonía con los principios fundacionales de estas organizaciones. En Naciones Unidas tienen facultad de veto los aliados de Maduro, ni más ni menos, y en la otra entidad el chavismo maniobra con las ínsulas caribeñas para prevalecer. Tomadas desde hace rato por burócratas e ideólogos, ambas entidades son inoperantes a la hora de defender la paz, la democracia y la dignidad humana.

Pero sí creo que es posible, y esperable, que se forme una coalición de países resueltos a establecer un sano precedente a favor de la libertad y la justicia en el continente. El régimen que ha destrozado a Venezuela, después de 26 largos años, ya cruzó todas las fronteras posibles. ¿Hasta qué límite se permitirá que una tiranía imponga a sangre y fuego, delante de los ojos del mundo entero, sus caprichos, apetencias y desmanes? ¿Es que no existen parámetros de civilización y respeto a la voluntad de los pueblos que la comunidad internacional pueda hacer valer, sobre todo cuando han sido tan crudamente pisoteados?

Es cierto que una intervención, por humanitaria que fuera, tendría que ser militar. Pero la fuerza, en el caso que nos ocupa, estaría sujeta al grado de operación quirúrgica que demanda su principal objetivo: remover al tirano y a sus próximos. En paralelo, la misma intervención debería ofrecer salidas a quienes desde el oficialismo se unan a la causa por la libertad. A estas alturas, es imposible saber cuántos hombres de uniforme, en Venezuela, se preocuparían de conservar su honor en el momento decisivo.

“Huid del país donde uno solo ejerza todos los poderes: es un país de esclavos”, sentenció Bolívar en aquella Asamblea Popular del 2 de enero de 1814. En otro mes de enero, pero de 2025, un usurpador se ha atrevido a desafiar la advertencia pronunciada por El Libertador hace 211 años. La gran mayoría del pueblo venezolano no ha huido, sin embargo: ha vencido al déspota en elecciones y lo ha hecho también abarrotando las calles. ¿Qué falta? La empatía activa del mundo libre.