A la luz de una lámpara, Yuichi Hirose dibuja con tintura azul sobre una tela fina con la que adornará un kimono, la túnica tradicional japonesa que intenta sobrevivir en una industria en declive.

En un taller centenario de un barrio de Tokio, este artesano de 39 años repite incansablemente los mismos gestos, transmitidos de padres a hijos. Es la cuarta generación de su familia en dedicarse a este oficio pero los tiempos son menos boyantes que antaño.

El mercado del kimono cayó a 278.500 millones de yenes en 2016 (2.100 millones de euros, 2.500 millones de dólares), según un estudio del instituto de investigación Yano, después de haber alcanzado los 1,8 billones (casi 14.000 millones de euros, 16.600 millones de dólares) en 1975.

El kimono, una palabra que significa literalmente "algo que ponerse", "se ha convertido en una prenda muy alejada de nuestra vida diaria", recalca Hirose.

Hay que "imaginar nuevos grafismos", crear nuevas ocasiones, menos formales, para ponérselos, por ejemplo para ir a "un concierto o al teatro", dijo.

Actualmente, está reservado a eventos importantes de la vida, como las bodas o los ritos tradicionales, como el día de la transición de la adolescencia a la edad adulta, que celebran en enero los chicos y chicas de 20 años.



- Carísimos -
E incluso para estas ocasiones, pocos se compran un kimono debido a los precios prohibitivos, que pueden llegar a miles de euros. Muchos prefieren alquilarlos o pedírselos prestados a familiares.

Para Takatoshi Yajima, vicepresidente de la asociación japonesa de promoción de kimonos, la industria debe adaptarse para frenar la caída del volumen de negocio.

Los profesionales del sector "siguieron vendiendo sus productos sin bajar los precios", centrándose en modelos de seda muy sofisticados, lamenta.

Él es partidario, por el contrario, de sentar las bases "para que más gente pueda comprar kimonos". Su empresa comercializa túnicas más asequibles, de algodón o lino, y funciona: los que cuestan menos de 100.000 yenes (770 euros, 900 dólares) representaron en 2016 casi el 60% de las ventas, en comparación con un cuarto en 2000.

Más allá de los precios está el diseño para rejuvener la prenda, aboga Jotaro Saito, quien presentó en marzo su colección en la Tokyo Fashion Week.

"No están pasados de moda (...) y ponérselos es divertido", estima este diseñador que se atreve con tejidos de punto, tejanos y lana.

- "Experiencia única" -
Para dar un nuevo impulso a estas prendas tradicionales, Kahori Ochi encontró otra solución: un servicio de alquiler para turistas.

Esta japonesa de 42 años estudió de cerca la evolución del sector. Sus padres poseían una tienda de kimonos en Saitama (norte de Tokio). "Cuando yo era pequeña, no paraban de trabajar y teníamos dinero. Luego estalló la burbuja financiera y se complicó".

"Mi madre tuvo que resignarse a vender kimonos de ocasión (...) fue una buena decisión, nosotros hemos sobrevivido y otros cerraron", relata Ochi.

A ella nada la destinaba al oficio. "Me parecía que no estaba de moda y además no era nada práctico", dice con una sonrisa. Y es que la técnica para colocar las telas y atar el cinturón llamado "obi" es muy compleja y llevarlo ceñido es incómodo para quien no esté acostumbrado, como también lo es caminar con las "zori" (sandalias tradicionales).

Después de un viaje a Noruega, donde salir vestida en kimono causa sensación, cambió de parecer y decidió respaldar a su madre. "Se sorprendió y me dijo: '¡No tendrás salario!", recuerda Kahori Ochi.

Ahora su tienda en el barrio a la moda de Harajuku atrae a "unos 500 clientes por año", que los alquilan durante unas horas por 9.000 yenes (68 euros, 81 dólares).

"Es una experiencia única", describe Ruby Francisco, una holandesa de 33 años, encantada de posar con un kimono verde claro bajo los cerezos en flor. Para ella, es la esencia misma "de la elegancia".