Hombres, mujeres, incluso niños se visten de colores llamativos para anunciar alguna festividad y son conocidos como "Chichimecos", pero, ¿sabe de dónde viene este particular nombre?... El historiador Carlos Cañas Dinarte nos tiene la respuesta:
Entrada la segunda década del siglo XX y las posteriores, las fiestas agostinas revestían ya una combinación de elementos religiosos, comerciales, políticos y otros temas mundanos, envueltos en las alboradas, mascaradas, carrozas de flores y bellas mengalas (señoritas, término que entró en desuso en los años 30), juegos florales, trajes de gala (crinolinas o miriñaques y, después, confeccionados en estilo “flapper” estadounidense); valses, mazurcas, polcas, foxtrots, charlestones, tangos, swings y demás danzas que eran ejecutadas en los salones de la Sociedad de Empleados de Comercio, La Concordia, Sociedad de Obreros Confederada, Casino Salvadoreño y El Salvador Country Club.
Los enmascarados conocidos como los “viejos de agosto” anunciaban la apertura de la semana de fiestas mediante el tradicional Correo, en sustitución de la alegoría de Mercurio, el alado mensajero de los dioses griegos, que fue el anunciador de las festividades durante buena parte del siglo XIX.
Los catalanes Félix Olivella -padre, hijo y nieto, dueños de un céntrico almacén, “El Chichimeco”- brindaban alegría a los chiquillos y adultos capitalinos, al financiar anualmente a las personas que encarnaban a El Chichimeco, un personaje cuyo atuendo era de ropa brillante, verde y roja, zapatos puntiagudos, alto cucurucho carmesí y espada de palo pintada de color plateado. Actuaba únicamente durante el día del Barrio San Esteban y era una copia en grande de una figura que se encontraba en uno de los escaparates de esa casa comercial. Su salida se constituía en una verdadera fiesta popular, pues se hacía querer de la chiquillería con sus saltos, muecas, gritos y carreras.
Los barrios capitalinos se esforzaban por hacer mejores carrozas y exhibir sus mejores galas y sus más deliciosas bellezas femeninas, para lo cual destinaban meses enteros a recolectar fondos de particulares y negocios, con el fin de contratar a carroceros, peinadores y músicos profesionales, cuyos bien pagados servicios, en competencia con los contratados por los otros barrios, extraían aplausos y exclamaciones de admiración entre las personas asistentes a los desfiles y al Parque Dueñas (hoy llamado Plaza Libertad).
Este público asistente tampoco se quedaba atrás. Contrataba al portador ambulante del fonógrafo para que amenizara bailes de casa en casa –cuyos balcones, patios y árboles estaban adornados con faroles de “papel de China”-, repartía refrescos, pupusas, shuco-atole o cartuchos repletos de dulces típicos o confitería importada. Todo consistía en entregarse a la diversión plena, después de asistir a la procesión y a la misa en la tarde del cinco de agosto, tras lo que quizá pudiera hallarse un espacio para ver una función cinematográfica en los teatros capitalinos, como el Principal, Colón, Nacional, Coliseo, Variedades y Moderno.