Hace dos siglos, en la mañana del sábado 15 de septiembre de 1821, en la Nueva Guatemala de la Asunción se procedió a darle el punto legal a poco más de una década de aspiraciones que se inició con la insurrección de San Alejo (ahora en el departamento de La Unión), en junio de 1819. Durante esos once años, hombres y mujeres de diversos puntos y castas del Reino de Guatemala trabajaron juntos para lograr que un grupo masculino y criollo de la sociedad colonial estamparan sus firmas en esa segunda acta de independencia (tras la de Comitán, Chiapas, del 28 de agosto).

Consolidar esa libertad no ha sido tarea fácil, como bien lo demostró la futura invasión de tropas mexicanas y guatemaltecas, interesadas en anexar, por la fuerza, a San Salvador al pasajero Imperio del Septentrión, creado en la Nueva España por el Plan de Iguala, el Ejército de las Tres Garantías y el brigadier Agustín de Iturbide y Arámburu. Por ello, hubo necesidad de que en la ciudad de Guatemala se proclamara la independencia absoluta del istmo, el día inicial de julio de 1823, con ocasión de la solemne instalación del primer Congreso Constituyente de las Provincias Unidas del Centro de América o República Federal Centroamericana.
En ambas ocasiones, la independencia fue alcanzada por los pueblos centroamericanos en conjunto y por la fuerza de sus convicciones, pues el uso de la fuerza fue empleado por los invasores, pero no por quienes aspiraban a consolidar nuevas realidades en esta región.

Hoy, rendimos homenaje a esos padres y madres de nuestra Patria Grande, a quienes recordamos como gestores de la paz, progreso, libertad y desarrollo que nos honra y exige día con día y cuyos valores protegemos mediante el sistema republicano que nos permite vivir y desarrollarnos en democracia y republicanismo. Aquí y ahora, es justo mencionar a tantos hijos e hijas de esta tierra centroamericana, por cuya causa libertaria se entregaron hasta el límite de sus fuerzas, para así ver el surgimiento de lo que ahora constituyen pueblos con esperanza y fe, pero aún llenos de problemas y desigualdades cotidianas.
Al voltear nuestros rostros hacia el cielo para rendir un silencioso homenaje personal y grupal para esos hombres y mujeres que nos legaron la libertad y el camino hacia el desarrollo integral, no debemos olvidar que las actuales y venideras generaciones somos las guardianas y las responsables de hacer que esa llama patriótica no se apague nunca bajo los embates de las corrientes contemporáneas de la mundialización y la globalización.

Desde la primera Constitución del 12 de junio de 1824, el estado y República de El Salvador ha construido y destruido mucho. Ha avanzado y ha retrocedido. En ocasiones, se ha estancado y ha visto en la tiranía y el autoritarismo una salida a sus constantes problemas. Pero siempre ha logrado sobreponerse y ha optado más por el camino de la libertad. Esas luchas se han traducido en democracia y régimen republicano, cuya separación de los tres órganos de Estado garantizan nuestras actuales formas de vida y nuestros sueños de futuro, en los cuales es viable imaginarnos que muchos de nuestros 262 municipios alcanzaran estados de desarrollo iguales o mejores que los que vieron nuestros ascendientes.

Calles limpias y carreteras modernas, viviendas dignas, identidades sólidas, centros educativos bulliciosos, orden social, inversión privada y muchas cosas más son evidentes y manifiestas desde el fin de la guerra de doce años en el territorio nacional, donde miles de personas murieron para abonar a una historia de luchas permanentes, en seguimiento de las vidas excelsas de aquellas personas que hace dos siglos trabajaron con denuedo para legarnos lo que hoy somos.
En aquellos lejanos tiempos, la patria era un sentimiento en varios sentidos, vinculado a la localidad de origen, a la Intendencia, al Reino de Guatemala y al Imperio Español en su conjunto. Ahora, nuestra patria sigue siendo el sentimiento del terruño que nos vio nacer algún día, pero al que podemos recordar siempre desde nuestras casas en suelo salvadoreño o en algún territorio extranjero, como le ocurre a los cerca de tres millones de hermanos y hermanas que hoy se encuentran fuera de nuestra jurisdicción nacional, pero que siempre nos llevan cerca de sus manos, mentes y corazones y a cuya tierra natal aportan miles de millones de dólares anuales en concepto de remesas.

Esas comunidades de salvadoreños residentes en el extranjero y nosotros somos una sola patria chica, que hoy se une a los ánimos jubilosos del Bicentenario, en que casi 40 millones de corazones latimos al ritmo que nos dejaron establecido los hombres y mujeres independentistas, cuyas gestas y obras siguen siendo partes fundacionales de nuestras identidades colectivas y en cuyo devenir aún bullen las sangres indígenas y africanas asentadas a ambos lados de los mares que bañan a las costas centroamericanas.

Dos siglos después de aquellos gritos de libertad y de aquellas firmas gloriosas que nos permitieron vislumbrar un futuro diferente, hoy estamos embarcados en dinámicas y procesos que nos llevarán hacia buenos rumbos para los siguientes 200 años en el futuro. Interconexiones viales, eléctricas y digitales, nuevos puertos marítimos y aéreos, desarrollos territoriales antes inimaginados, integración regional y mundial y muchas cosas más serán los elementos que las actuales y venideras generaciones veremos consolidarse en los años próximos, siempre y cuando volvamos a superar las nefastas tormentas de la tiranía, el autoritarismo y la criminalidad.

Así y sólo así, mediante el trabajo y la constancia de un pueblo común que cree en sus fuerzas y capacidades, El Salvador y Centroamérica harán realidad el horizonte humano con el que soñaron los hombres y mujeres independentistas de 1810, 1811, 1814, 1821 y 1823.