A las 05:00 horas del lunes 7 de agosto de 1882 llegó Rubén Darío por primera vez a El Salvador, a bordo del vapor estadounidense South Carolina. A sus 15 años de edad, aquel joven de cabellera descuidada, traje humilde y pobre maleta, tenía ya cierta fama de poeta y de bebedor intensivo.
Luego de enviarle un telegrama al poeta salvadoreño Joaquín Méndez Bonet, secretario privado del presidente Dr. Rafael Zaldívar, Darío recibió el beneplácito del mandatario para trasladarse a San Salvador. Una vez llegado al centro capitalino, en la tarde del martes, se alojó en el Gran Hotel. Abierta desde agosto de 1881, esa propiedad del cantante italiano Egisto Petrilli era famosa “por sus macarroni y su moscato espumante” y por “las bellas artistas que llegaban a cantar ópera y a recoger el pañuelo de un galante, generoso, infatigable sultán presidencial”.
Con goce de los favores que le permitían los altos círculos del poder y en posesión de quinientos pesos plata que le obsequiara en mano el Dr. Zaldívar, Darío fue presentado con las familias de más alcurnia, estirpe y abolengo de San Salvador y de algunas cabeceras departamentales, en cuyos álbumes y abanicos se esparcieron con prodigalidad los productos de su fértil pluma.
Entre esos grupos familiares y del poder sobresalía el del doctor, general, escritor, funcionario y diplomático Luciano “Gato” Hernández (Sensuntepeque, 1835-San Salvador, 1894), con cuyo hijo Felipe Hernández Blanco (¿?-1939) hizo buenas migas, pues guardaba cierto parecido físico con Darío, rasgo que usaban para gastarle bromas a sus amistades al acudir uno a las citas del otro.
En octubre de 1882, Darío participó en los funerales del intelectual hondureño Álvaro Contreras Membreño, nacido en 1839 y a quien trató durante sus días de exilio en la localidad nicaragüense de León y quien para entonces era un ferviente opositor al presidente Zaldívar, en cuyas cárceles fue torturado el padre de la escritora costarricense Rafaela Salvadora Contreras Cañas, con quien Darío contraería nupcias civiles en junio de 1890.
Quizá esa presencia en las exequias de un opositor fue motivo para que Darío no fuera invitado a los agasajos sociales y públicos que se le tributaron al gobernante y a su esposa nicaragüense, Sara Guerra de Zaldívar, con ocasión de sus respectivos cumpleaños, el 24 y 29 de octubre de 1882. Tampoco fue considerado en la comitiva que acompañó al mandatario salvadoreño en su visita oficial a su homólogo guatemalteco, el general Justo Rufino Barrios, del jueves 23 de noviembre hasta el jueves 14 de diciembre. En esa delegación sí tomaron parte dos poetas y funcionarios: Méndez Bonet y el general Juan José Cañas Pérez.
En octubre hubo rumores populares en León de que el gobernante salvadoreño había armado y protegido la insurrección que Horacio Aguirre desarrolló desde el cabo de Gracias a Dios en contra del gobierno nicaragüense presidido por el general Zavala. ¿Le habrían recomendado a Darío mantenerse al margen de la casa de gobierno, para que Zaldívar no descargara contra él la furia que sentía por aquellos rumores vertidos en las calles y casas leonesas?
Callado anfitrión de grupos de amigos que llegaban a su mesa, Darío malgastó con rapidez el dinero que su poderoso protector presidencial le suministrara. Según dejó anotado el propio Darío en sus memorias, lo que provocó su distanciamiento con el Dr. Zaldívar fue el intento de seducción que, en una noche sin precisar de abril de 1883, el poeta efectuó en una bella cantante extranjera de una compañía itinerante de ópera que era la amante de turno del gobernante y que se hospedaba en su mismo hotel. Sin embargo, es más probable que el verdadero motivo haya sido que Darío, quizá en estado de embriaguez, manifestó su apoyo al movimiento revolucionario que estalló en la ciudad de Santa Tecla, a las 02:00 horas del lunes 16 de abril de 1883 y de cuya dirección se culpó al Dr. Francisco Dueñas –exmandatario residente entonces en la ciudad californiana de San Francisco- y al general ahuachapaneco Francisco Menéndez. Frustrado el movimiento y derrotadas las decenas de insurgentes en las faldas del volcán de San Salvador, el mandatario salvadoreño procedió a la amnistía general de los sublevados –salvo de sus cabecillas-, pocos días antes de que el domingo 6 de mayo fuera descubierto el embarque de 1200 fusiles Remington, 400 mil cartuchos, bayonetas y sables a bordo del vapor estadounidense Ounalaska, que fue capturado en el puerto sonsonateco de Acajutla.
Furioso ante ese “efecto sensacional, desvarío y locura” de su joven protegido, el mandatario le ordenó al jefe de la policía que fuera al hotel de Pretrilli, ordenara a Darío que hiciera su maleta y que lo acompañara a la Escuela Normal o Instituto de Varones que dirigía desde febrero de 1878 el pedagogo, historiador, abogado y destacado masón Dr. Rafael Reyes (1847-1908), “hombre suave, insinuante, con habilidad indígena, culto y malicioso”.
A pocas semanas de estar en esa “detención pedagógica”, Méndez Bonet buscó poner de nuevo a Darío bajo el influjo presidencial, por lo que lo incita a que le dedique un poema al rencoroso gobernante. En estrofas de doce versos, cada uno de siete sílabas, ve la luz pública, en junio de 1883, la Alegoría dariana al Dr. Zaldívar, composición laudatoria cuyo efecto favorable le llega a Darío casi de inmediato.
Según lo atestiguara Enrique Cañas en agosto de 1915, como premio por esa labor poética, a Darío “se pensó en darle un empleo. Y se le dio. Fue nombrado escribiente de la Oficina de Estadísticas, de la que era director el sabio e ilustre matemático Dr. Santiago I. Barberena. Darío llegó a la oficina como quien va al cadalso. El pobre muchacho no entendía ni jota de esa ocupación. ¡Escribiente! Él no sabía qué profesión era esa, ni qué era lo que tenía que escribir. Pero un día se presentó en la oficina. Y escribió. Pero escribió versos. Al revés y al margen de las notas que se cruzaban entre esta oficina y otras que con ella se relacionaban. Y aquello era un mar de versos. Versos en las hojas blancas de los libros, versos en los espacios en blanco que dejaban los cálculos matemáticos del doctor Barberena. El sabio maestro se reía del muchacho. Siempre bondadoso, más aun con los buenos talentos, le toleraba y le quería”.
Casi con total seguridad, esos versos del Darío juvenil se perdieron en el incendio del Palacio Nacional, en la noche del 19 y madrugada del 20 de noviembre de 1889, cuando ardieron los archivos y la documentación corriente de casi todas las oficinas públicas salvadoreñas, alojadas de manera centralizada en esa sede gubernamental inaugurada en 1867.
En el recuerdo de Cañas hay un error, pues el fundador y director de la Oficina Central de Estadística desde la emisión del acuerdo ejecutivo del 5 de noviembre de 1881 era el Dr. Marcos A. Alfaro, quien pocos años después fue reemplazado por el Dr. Pedro Arévalo Mora y por el Dr. Rafael Reyes. Lo que sí puede haber sido elemento determinante en ese nombramiento de Darío fue que el subdirector de esa institución fue, por breve tiempo, el escritor y periodista nicaragüense Román Mayorga Rivas, pariente suyo y amigo por razones literarias.
Meses más tarde, ya enfocado el Dr. Zaldívar en otra de sus reelecciones, dejó desprotegido a Darío, debido a que éste se unió con el futuro médico Hernández Blanco para atacar al gobierno mediante el periodiquito El microscopio, que ambos dirigían en San Salvador y cuyo título derivaba de su intención de examinar, con visión casi clínica, los más pequeños detalles de aquella gestión gubernamental marcada por el despilfarro de los caudales públicos. El único tiraje de ese medio impreso fue requisado por las autoridades policiales. Eso dio al traste con la beca hacia la capital francesa, tramitada para Darío por el general Luciano Hernández mediante oficios dirigidos al Ministerio de Instrucción Pública salvadoreño.
Privado de la magnificencia del déspota ilustrado, Darío durmió en la calle, sumido en el alcohol. Afectado por la epidemia de viruela, fue ingresado en el antiguo Hospital Militar de San Salvador, pero fue sacado por los galenos de turno, que consideraron que aquel establecimiento no era un lazareto varioloso y que Darío propagaría aquel morbo entre la población hospitalizada. Según lo recordara el propio poeta, un grupo de amigos lo condujo en estado grave a la ciudad de Santa Tecla, donde:
“se me aisló en una habitación especial y fui atendido, verdaderamente como si hubiera sido un miembro de su familia, por unas señoritas de apellido Cáceres Buitrago. Me cuidaron, como he dicho, con cariño y solicitud y sin temor al contagio de la peste espantosa. Yo perdí el conocimiento, viví algún tiempo en el delirio de la fiebre, sufrí todo lo cruento de los dolores y de la enfermedad; pero fui tan bien servido que no quedaron en mí, una vez que se había triunfado del mal, las feas cicatrices que señalan el paso de la viruela”.
Junto con esos cuidados casi familiares, la vigilancia del médico, investigador histórico y periodista Dr. Alberto Luna (1856-1922) y el apoyo pecuniario del abogado Dr. Juan Gomar Rocha le salvaron la vida al joven bardo y le aseguraron poco más de tres décadas de fructífera producción literaria e intelectual. Repuesto de su dolencia, Darío anunció en el periódico de Francisco Castañeda su firme decisión de retornar a su patria el 18 de octubre de 1883. No quedó ninguna constancia oficial escrita de esa salida.