La noche del sábado, el presidente de la República, Nayib Bukele, anunciaba una cuarentena en todo el territorio nacional. Entre una estruendosa lluvia e inusuales cortes de energía eléctrica, decretó lo que ya la mayoría adivinaba: una especie del ya extinto toque de queda, en el que nadie puede salir de su casa.
El coronavirus, un nuevo patógeno que causó una pandemia con más de 14,000 víctimas mortales y 336,000 contagios; causa alarma entre los salvadoreños que, por ahora, solo conocen de tres casos confirmados y ningún muerto en su terruño.
Las cifras oficiales, sin embargo, pueden camuflar a una enfermedad que puede ser asintomática durante semanas. Esto ha provocado que el pulso de las autoridades salvadoreñas no tiemble para detener a casi 300 personas por violar la improvisada cuarentena.
Las calles desde el industrial Soyapango hasta el Centro de Gobierno, la sede de la actividad política y judicial del país, permanecen vacías. Las excepciones, durante el camino, son los mercados, supermercados y farmacias, que aún permanecen abiertos para abastecer las necesidades más básicas.
Las unidades de transporte también reducido labores, sacando sus flotas más viejas -y económicas- para atender la reducida demanda. El Gobierno solo permite que estas se llenen con la mitad de su capacidad, y los empresarios han decidido recortar gastos.
Las medidas del Gobierno para identificar a quienes sí pueden transitar en la calle son vagas: pueden salir quienes busquen medicinas y alimentos; así como empleados públicos que atienden la emergencia.
Los vendedores informales, en tanto, se aprovechan de los vacíos legales en la disposición, vendiendo medicamentos, mascarillas y guantes a las filas interminables de salvadoreños que se abastecen en supermercados.