Durante el Viejo Régimen establecido por España en sus colonias de ultramar, parte de la pureza de sangre exigida a sus súbditos más leales era la de que su linaje no estuviera contaminado mediante la mezcla con infieles y desleales a la corona. Entre esos tipos despreciables de genes y filiaciones se encontraban los de los pueblos moro, judío, negro y gitano. El Archivo General de Centro América (AGCA), en la capital guatemalteca, custodia varios de esos valiosos documentos probatorios de que, durante generaciones, las familias no cayeron en semejantes cruces raciales, para bien del monarca, del imperio y de las deidades que los protegían y mantenían. Una de esas pieles y sangres despreciables era la del pueblo rom o gitano.
Tras siglos de impedir su cruce por el Atlántico y gestar más de 250 medidas coercitivas contra su expansión incluso biológica, fue una disposición suprema del rey español Carlos III la que posibilitó que los rom o gitanos pudieran trasladarse hacia las Indias Occidentales, al ser equiparado al común del pueblo llano. Con su llegada, sus hombres y mujeres trajeron no sólo sus costumbres milenarias, sino también arrastraron la intolerancia, incomprensión, los señalamientos y demás actitudes negativas desarrolladas a su alrededor durante centurias.
Desde Francia, un intelectual de enorme influencia internacional como era Víctor Hugo se dedicó a denostar contra los gitanos. Para agitar los ánimos en cuanto a señalar a aquellas caravanas como responsables del secuestro de muchos menores de edad, escribió y publicó su novela “El hombre que ríe”, aunque no dejó de incluir más de algún párrafo significativo en otros de sus libros, como el que dejó plasmado al consignar las aventuras del fugado Jean Valjean en “Los miserables”:
“Decíase que un gitano, un desarrapado, una especie de mendigo peligroso, se hallaba en la ciudad. Había tratado de quedarse en la posada, donde no se le quiso recibir. Se le había visto vagar por las calles al obscurecer. Era un hombre de aspecto terrible, con un morral y un bastón.”
Radicados en territorio mexicano desde fines del siglo XIX, grupos de gitanos nómadas realizaban periódicas giras por diversos países del resto del continente americano. Con sus carromatos llenos de objetos, sus carpas y sus vestidos multicolores, se asentaban en predios baldíos o en las plazas de las poblaciones que visitaban.
Las gitanas aparecían siempre con sus cabezas cubiertas. Les colocaban pañoletas de seda a sus cabellos ensortijados. De sus orejas pendían arracadas de oro y piedras semipreciosas, escotes generosos en sus largos vestidos o faldones de colores fulgurantes, que remataban a sus manos cubiertas de anillos y pulseras.
Los hombres gitanos fumaban mucho, en especial habanos puros o cigarros de hoja. Eran corpulentos, en su mayoría de piel morena, con algunas joyas de oro en sus orejas, cuellos o sobre sus camisas grandes y coloridas. Eran los encargados de salir a vender o intercambiar pistolas, puñales, utensilios de cocina, cuerdas, costales y todo lo que estuviera a su alcance para poder obtener alimentos de los proveedores locales. Además, eran los encargados de atraer a los lugareños a las rifas, a las apuestas con juegos de azar, al circo o cine ambulante y a cualquier otro negocio o treta comunal que les dejara más dinero.
Aunque al principio lo hacían con desconfianza, las mujeres lugareñas de diversas poblaciones de El Salvador corrían a que en las carpas gitanas les leyeran las manos, les tiraran las cartas, les prepararan filtros de amor o les mostraran los hermosos diseños plasmados en sus pieles morenas, con la tinta negra sacada de la planta pantanosa Pie de lobo, Marrubio acuático o Yerba de los gitanos. Al regresar a sus casas, aquellas madres de familia y esposas encerraban a los perros y gatos, así como a sus maridos y demás hombres de la casa. No fuera a ser que se robaran a los primeros y que a los hombres los embrujaran los ojos y cinturas de las jóvenes gitanas, quienes podían arrastrarlos tras ellas hasta sacarles el último centavo de sus ya de por sí exiguas carteras. De los niños de corta edad se decía que los secuestraban para hacerlos chicharrones y devorarlos.
En el sistema escolar salvadoreño de las décadas de 1920 y 1930, las referencias al pueblo rom no dejaban de sentirse en los versos y coplas de autores españoles, como el republicano Federico García Lorca. Sin embargo, pesaban más los mitos y leyendas en su contra, más que la estética vinculada con el cante jondo. Así, la supuesta relación estrecha de gitanos con robos en suelo salvadoreño se deja sentir en un fragmento de la novela de costumbres “Andanzas y malandanzas”, del médico tecleño Dr. Alberto Rivas Bonilla, cuando narra la batalla épica del protagonista perruno Nerón contra un oso de peluche:
“¿Cómo explicar -se estará preguntando [el lector]- la presencia de un oso en el predio de Toribio? / Yo no sé qué decir, francamente. Tal vez se tratara de una fiera escapada de alguna banda de gitanos que andaría por la comarca. Aunque más me inclino a creer que el hecho tenga alguna relación con los rumores que corrieron en el pueblo por aquella época. Se decía de unos ladrones que asaltaron varias casas, sustrayendo gran número de objetos.”
Donde hoy se levanta el Kindergarten Nacional “José María San Martín”, en la ciudad de Santa Tecla, fue uno de los predios donde hubo campamentos gitanos en El Salvador en las primeras décadas del siglo XX. El 7 de mayo de 1926, periódicos de la ciudad de San Miguel reportaron que dentro de su área urbana se encontraba una comunidad nómada de gitanos, a los que también se denominaba húngaros o magiares (por Magyar o Hungría, zona de la que entonces se creía que eran originarios), zíngaros o “peroleros”, designación ésta debida a las enormes ollas o peroles que cargaban siempre entre sus carromatos y con los que preparaban las comidas comunitarias entre enormes fogones alimentados por leña.
Mientras la sociedad salvadoreña sentía un progresivo desprecio racista por aquellas alegres tropas de mujeres, hombres, niños y todos sus bártulos y los acusaba de múltiples crímenes y delitos, entre los escritores aquel desfile multicolor y oloroso ejercía una especial fascinación, muy alejada de aquella aporofobia casi generalizada. En 1929, el escritor Francisco Miranda Ruano recordaría “Los cansinos gitanos de aquel día” de su lejana infancia y cuyas andanzas le abrieron su vocación de escritor “a la sombra enconada de una maldición”.
La propagación de ideas teosóficas, fascistas y nacionalsocialistas entre militares y civiles de El Salvador de las décadas de 1920 y 1930 gestó un ambiente adverso a la llegada periódica del pueblo gitano al territorio nacional. La máxima expresión de esa cerrazón mental y cultural se produjo durante el gobierno dictatorial del brigadier Maximiliano Hernández Martínez, cuando en el decreto legislativo 86 (Diario Oficial, no. 138, tomo 114, miércoles 21 de junio de 1933) fue emitida la Ley de Migración que prohibía el ingreso de negros, chinos y gitanos al país. En 2001, el abogado y diplomático salvadoreño Dr. Reynaldo Galindo Pohl dedicaría algunas líneas a esa terrible disposición gubernamental en su libro testimonial “Recuerdos de Sonsonate”.
Como resultado de toda esa cerrazón -en sintonía con el de las potencias del Eje-, el pueblo gitano sufrió el Porraimos (”Devoramiento”, en lengua romaní) o genocidio más severo de su historia, con más de medio millón de sus integrantes exterminados en los campos de concentración nazis. Algunos de ellos pudieron salvarse de ese triste destino, gracias a los miles de certificados de nacionalidad salvadoreña expedidos, en una operación clandestina, por el cónsul salvadoreño en Ginebra, coronel José Arturo Castellanos, y su secretario judeo-transilvano George Mandel-Mantello.
Por esa disposición legal del régimen martinista, resulta más que improbable que se hubiera producido en la realidad el recuerdo poético que dejó consignado el poeta José María Cuéllar en uno de sus versos:
“Enterrando la cabeza entre las sábanas, ante la ventana (que vela con sus largos colmillos y muestra la ciudad [levantada (por Topilzín Acxil, en fecha lejanísima]. Con un monumento a ( las glorias de la patria; una ronda donde hervían cebollas los gitanos en 1940; una estatua sin sexo, y la luna cayendo con su vieja (costumbre sobre los patios blancos.”
En la década de 1980, la escritora Claribel Alegría incluyó al personaje “La gitana” en su novela Alicia en el país de la realidad, que funcionaba como una conciencia rebelde y feminista dentro de la estructura literaria de la obra. A la vez, resultó ser un homenaje a las caravanas de gitanos que alguna vez pasaron por Santa Ana, Sonsonate, Nahulingo, Usulután, Santiago de María, Chalatenango, San Miguel, La Unión y muchos pueblos, calles, ciudades y demás territorios locales del estado salvadoreño. En muchas de esas localidades, la memoria y la tradición oral aún conservan recuerdos del paso periódico de esos carromatos y de sus coloridos pasajeros.
Desde 1971, cada 8 de abril se conmemora en el mundo el Día Internacional del Pueblo Gitano. En el presente, más de cinco millones de personas se definen parte de ese grupo étnico y hablan su lengua romaní. Por legislación racista, en el territorio salvadoreño del siglo XXI parece que no han quedado rastros genéticos del pueblo rom, que sí tiene presencia en otros puntos de Iberoamérica, como México, Colombia, Argentina, Uruguay y Chile. Sin embargo, hay que recordar que alguna vez en nuestra historia tuvimos contactos directos con el pueblo roma, gitano o gypsi. Ese capítulo es otro más que está pendiente de ser incluido dentro de los tomos de nuestra historia nacional en permanente labor de investigación y escritura de cara al futuro.