Las últimas semanas las discusiones en la Asamblea Legislativa en El Salvador se enfrascaron en torno a la aprobación de USD152 millones en bonos para seguridad. No porque haya duda sobre si la inseguridad sigue siendo el principal problema para los salvadoreños o porque los partidos de oposición estuvieran en desacuerdo por las políticas implementadas por el Gobierno. El punto central de la discusión era conseguir candados para que los recursos aprobados no se utilizaran en otro rubro y asegurarse que los fondos fueran manejados con transparencia.

Para esto último ARENA propuso que el Consejo Nacional de Seguridad y Convivencia Ciudadana, debería contratar una auditoría externa, además de la que le corresponde realizar a la Corte de Cuentas, que permita garantizar la transparencia en el uso de dichos fondos. ¿Quién se podría oponer a la transparencia? Puede que incluso a la mayoría le haya parecido buena idea. No obstante, ¿realmente lo es?

El mensaje es que no se confía en la Corte de Cuentas y que una auditora privada sí hará bien la tarea –sería equivalente a que en su trabajo contrataran a alguien para que vuelva a hacer sus tareas porque no confían en su labor–. Pero y ¿qué pasa con los otros USD4,870 millones del presupuesto para este año? ¿Quién los va a auditar? Y si no se confía en la PNC ¿contratamos a las empresas privadas de seguridad? ¿Y si tampoco confiamos en la fiscalía, en los jueces o en la misma Asamblea Legislativa?

Incluso al principio el partido ARENA había planteado que el sector empresarial formara parte de la comisión que se encargaría de la administración de los fondos de seguridad, lo que equivaldría a que el Estado formara parte de las juntas directivas de las empresas privadas. Por lo que en el fondo de esta aprobación está el debate entre la relación de lo público y lo privado.

En la década de los noventa dijeron que para que el Estado fuera más eficiente había que hacerle una liposucción y que se limitara a actividades de defensa y seguridad, porque lo de la educación y salud estaba en debate; si no, era mejor privatizarlo. Y quienes defendían esas ideas ganaron, no solo porque debilitaron al Estado, sino porque lograron que se instaurara en el imaginario colectivo que lo público es sinónimo de ineficiencia, despilfarro, corrupción… y que entonces lo mejor es que todo lo haga el sector privado.

Increíble que hayan pasado los años y sigamos sin aprender la lección. Cada vez que se debilita al Estado es como meternos zancadilla a nosotros mismos. Uno de los puntos esenciales para tener sociedades democráticas es delimitar la línea de lo privado y de lo público, porque avanzar en la senda del desarrollo se requiere que el sector privado y el Estado logren acuerdos, pero que cada uno asuma el rol que le compete, que obviamente son muy distintos. Los primeros buscarán la ganancia de algunos, mientras el Estado deberá promover el bienestar de todos.

La respuesta a los profundos problemas que siguen teniendo las instituciones públicas no está en privatizarlas o que los entes privados metan las manos, sino en fortalecerlas. No para devolverle la grasa al Estado, que los médicos neoliberales dijeron que le quitarían, sino para dotarlo de masa muscular que le permita contar con instituciones fuertes. Por ejemplo, en lugar de aprobar que una firma privada audite esos fondos para seguridad, lo que se debería hacer es fortalecer a la Corte de Cuentas, para asegurar que cada centavo del presupuesto sea usado con transparencia y, que quien no lo haga sea llevado a las instancias judiciales correspondientes.

Y eso debería de aplicar para cada una de las instituciones públicas, lograr acuerdos para hacerlas eficientes, eficaces y probas. Así que señores diputados y diputadas ¿y si empiezan a hacer su parte para fortalecer al Estado? Instituciones públicas sólidas son un buen negocio para todos, incluso para el sector privado.