Guillermo Alberto Lasso Mendoza el nuevo presidente de Ecuador asumirá la Primera Magistratura (como igualmente se le llama al ejercicio de la presidencia) en medio de una de las tantas crisis institucionales, civilizatorias, del continente americano, incluyendo a los Estados Unidos, donde aún resuenan los tambores de guerra desatados por la administración Trump, no solo por su singular gestión sino en el legado que dejó, al situar a ese “ejemplo de estabilidad democrática y efectividad económica” al borde de una virtual confrontación interna de impredecibles consecuencias para esa nación, y para el mundo occidental; lo que nos lleva a concluir que el fascismo, ese sentimiento de intolerancia y exclusión fundido en demostraciones histriónicas del líder imprescindible, no es consustancial con ideologías de izquierda o de derecha; tampoco quedó en el pasado ni se extinguió con Benito Mussolini en un poste de alumbrado al lado de su pareja Claretta Petacci.

Guillermo Lasso ganó de manera clara y sin discusión el proceso electoral; reconocido aún antes de concluir el conteo oficial por su contendor Andrés Araúz, y por el propio expresidente Rafael Correa desde la ciudad de Bruselas, su mentor y principal apoyo en esta contienda, que de haberla ganado, hubiese conllevado las alianzas más inciertas y peligrosas existentes en el contexto internacional. Lo cierto es que este hombre de 65 años, con amplia experiencia en el sector empresarial y político (es su tercera participación electoral) dio un mensaje claro y moderno: no hay derechas ni izquierdas para alcanzar el Bien común de la sociedad, hay planes concretos, honestidad, libre mercado y un estado eficiente, sometidos todos, al orden legal. En resumen, ese fue su mensaje inicial que le sitúa como un hombre de su tiempo, que entiende y asume los cambios civilizatorios y de paradigmas, más allá de los tradicionales dogmas dominantes desde el Tratado de Westfalia en 1648, y de los que posesionaron después de la Segunda Guerra Mundial. Se le puede ubicar como conservador, pero no un dogmático en materia de economía, moral sexual, religiosa o política, por lo que se sitúa en un tiempo y lugar privilegiado, para reconocer esos cambios indetenibles que observamos se están produciendo en todas las culturas y civilizaciones existentes, aun en la estructura de la Iglesia católica.

Sin embargo, este choque de civilizaciones, de cambio epocal y realidades, requieren de la comprensión, confianza, apoyo y generosidad conveniente, no solo de los poderes facticos ecuatorianos, sino de las democracias occidentales. Apoyo en lo financiero, tecnológico, económico y político en la instancia multilateral y bilateral. No se le debe dejar solo, porque el fracaso o éxito en conducir el equilibrio socioeconómico de su país, repercutirá en el continente con su carga de éxitos o fracasos, para alcanzar la paz social o para desbordar el conflicto interno que normalmente culmina en autoritarismos, dictaduras, estados fallidos, forajidos o ambas degradaciones para mayor sufrimiento de la sociedad, sin resolver las mas elementales necesidades individuales y colectivas, como es el caso de Venezuela y su vago experimento del Socialismo del Siglo XXI, que solo produjo el crimen internacional organizado, la mayor diáspora nacional que haya conocido el continente y la mayor destrucción del patrimonio material y cultural que producido la historia contemporánea de las naciones.

Ecuador, como todos los países andinos, tiene una población indígena originaria constituida por unos 14 pueblos que representan aproximadamente el 8% de la población, (alrededor de dos millones de los 17 millones de ecuatorianos); el resto está conformada por blancos, afrodescendientes y un determinante mestizaje, como en casi todos los países hispanoamericanos. De todos ellos, la exclusión se concentra fundamentalmente en la población indígena, y en las provincial. El electorado ecuatoriano se jugó una carta al futuro; el instinto les dijo que era necesario romper con la alternativa de lo conocido, que no llegado a ninguna parte, o el horror de la aparición de un aventurero, militar o no, con pretensiones de permanencia en nombre de una revolución inexistente.