América Latina, y en particular Centroamérica, durante las décadas de los 70 y 80 del pasado siglo se caracterizó por el auge de horrendas dictaduras militares que bajo la complacencia y aval de diferentes administraciones norteamericanas utilizaron la intimidación, persecución, tortura, asesinatos y desaparición sistematizada como herramienta política de represión bajo un calculado diseño del manual de guerra de baja intensidad que se convirtió en matriz regional para contener, acallar y aplastar la efervescencia política y social de quienes clamaban por espacios democráticos y transformaciones económico-sociales. Para las víctimas era evidente la participación gubernamental directa en semejantes estrategias de exterminio.

El efecto devastador de las personas desaparecidas impactó tanto en la región que terminó sensibilizando a escritores, músicos y poetas, poniendo en los escenarios un doloroso tema cotidiano invisibilizado por los medios de comunicación de la época. Así, el arte se convirtió en plataforma de denuncia del sufrimiento de miles de víctimas y de sus familiares. La manera conmovedora en la que Rubén Blades narra paso a paso dolorosas historias de angustiadas mujeres buscando desesperadamente a esposos, hijos, madres o hermanos, nos trae al triste recuerdo de Altagracia y Clara Quiñónez.

De manera desgarradora, treinta años después de la firma de la paz, nuestro país vuelve a convertirse en el epicentro de un nuevo y fatídico ciclo de desaparecidos. Solo entre enero del presente año y el pasado 13 de octubre se registran 1192 personas desaparecidas, los especialistas que siguen de cerca estos acontecimientos son conscientes de la alta posibilidad de un subregistro ante la falta de denuncias, así como por la desidia y descoordinación de las instituciones de seguridad responsables, sin olvidar a los interesados en maquillar un falso resultado de sus planes de seguridad. Para la integridad de una familia la desaparición forzada de un ser amado es devastadora e impacta sin distinguir entre causas políticas o razones de violencia social: la angustia, el dolor y la desesperación son las mismas.

Los desaparecidos son la punta del iceberg y son clara evidencia de un Estado fallido que expone la incapacidad de una gestión gubernamental embelesada en la manipulación mediática del tema, debido a la ausencia de una estrategia integral de seguridad pública en la que participen las municipalidades y las organizaciones sociales para garantizar la efectiva recuperación sustentable a largo plazo del real control territorial. A estas alturas es inexplicable el control territorial cedido a los grupos criminales de pandillas.

En El Salvador, el auge criminal es tal que solo entre enero y septiembre se reportan 16,225 denuncias por graves delitos entre extorsiones, robos y violaciones, con tendencia al alza respecto a los últimos dos años y con la certeza de que muchos delitos no son denunciados. Esa abultada cuenta no incluye los casos de miles de familias aterrorizadas y desplazadas por la violencia. Hoy la cifra de desaparecidos ya es superior a la de los homicidios.

Cada vez hay mayores evidencias, presentadas por importantes investigaciones periodísticas de reconocidos medios independientes, dando cuenta de un presunto pacto entre funcionarios gubernamentales con grupos criminales de pandillas. Esas investigaciones enfocan directamente a las autoridades penitenciarias, a los responsables del trabajo de “tejido social” -desde el ministerio de gobernación-, a las altas autoridades del Ministerio de Trabajo y a las alcaldías administradas por el partido de gobierno. También, circulan testimonios sobre agentes policiales que reciben lineamientos de sus jefaturas para limitar el patrullaje en zonas consideradas de alta peligrosidad, para no incomodar a las pandillas, dejando a sus anchas el control territorial.

Mientras las autoridades siguen maquillando resultados, celebrando los supuestos éxitos del desconocido Plan Control Territorial, el país entero parece estar asentado en la porosidad de miles de fosas clandestinas que ocultan el enmudecido grito de miles de desaparecidos y de familias desesperadas que truenan sus dedos en agónico silencio, deambulando erráticas, mostrando dolorosamente las imágenes de sus seres queridos ante el fatídico anuncio de una nueva fosa encontrada o la horrenda escena de otro cuerpo abandonado. Este es El Salvador sin luces LED.