Corría el año 1999 y Sergio Ramírez Mercado, el escritor nicaragüense nacido en Masatepe, que ha hecho lo particular universal, presentaría su novela “Margarita está linda la mar” en el Centro Español, situado en emblemático Paseo General Escalón de San Salvador. Escogencia premonitoria, porque ese Centro fundado en 1891 por un grupo de peninsulares llegados a estas tierras en busca de paz y estabilidad, como centro de beneficencia para apoyar y guiar a otros connacionales que pudieran inmigrar, y lugar de encuentro para charlas, juegos de cartas y degustación, un siglo después recibiría a quien sería laureado con el Premio Cervantes 2.017, máximo galardón literario de la lengua española.

Y desde ese entonces hasta el presente sus novelas, artículos, ensayos y cuentos han enriquecido el acervo cultural no solo de la América hispana sino de la lengua española, tal como hiciere en el pasado su coterráneo Félix Rubén García Sarmiento, Rubén Darío, padre del modernismo literario; quién igualmente gozó del afecto y la protección salvadoreña donde llegó a dirigió el diario La Unión, contrajo matrimonio, y siguió volando hacia la inmortalidad, quizá junto a los acordes de la guitarra de Mangoré, ese ilustre paraguayo cuyo corazón reposa en San Salvador.

El hecho es que, por algún motivo, un par de semanas antes del acto, me propusieron que asumiera la presentación del escritor y de su última novela (Premio Alfaguara 1.998). Fue un acto muy concurrido y emotivo, dada la admiración y cariño que siente ese país por el autor nicaragüense.

Al finalizar hubo un pequeño cóctel, y luego de los saludos y felicitaciones de rigor, Sergio hizo un aparte y me comentó: “ Por ahí me llamaron de Caracas, para que firmara una carta de apoyo a Chávez. Me tuve que excusar por dos razones, la primera es que Carlos Andrés fue muy solidario en nuestra lucha por el derrocamiento de Somoza, y hay que ser agradecido; y la segunda, es que desconfío de las buenas intensiones de los militares latinoamericanos, en el gobierno.

Esta pequeña anécdota evidencia el talante personal, la bizarría de un hombre honorable comprometido con el deber ser y la dignidad humana, en los hechos y en la palabra. Fue perseguido por Somoza, se convirtió en una especie denunciante internacional de los crímenes del dictador, militó en el Frente Sandinista y lo abandonó, cuando Daniel Ortega y su grupo intolerante aspiró de nuevo al poder.

Ortega y su cónyuge Rosario Murillo (condecorada por Vladimir Putin con la Orden de la Amistad, en 2.019), se han convertido en el azote de su propio pueblo, y han construido una poderosa estructura económica familiar que va desde hoteles hasta estaciones de servicio y medios de comunicación. Una vez que decidieron ignorar las leyes, las formas y el decoro, se dedicaron a perseguir estudiantes, empresarios, académicos, sacerdotes, políticos, y en particular a precandidatos presidenciales, todos ellos en prisión, incomunicados y enjuiciados.

Se iniciaron con los Chamorro Barrios, tres hijos de doña Violeta, dos en prisión y uno exiliado, acusados de traición y lavado de dinero. Se explica, dos veces derrotado por dos mujeres, la madre y la hija, va más allá de cualquier entendimiento; un sortilegio imposible de superar le diría la “Chayo” a su marido, luego de tirar los caracoles.

Algo tienen contra la cultura. Los hermanos Mejía Godoy, aquellos del Cristo de Palacagüina, Pobre la María, Nicaragua, Nicaragüita que convocaron más simpatías por la revolución sandinista que cien discursos de Ortega, hoy están en el exilio como Gioconda Belli; a Ernesto Cardenal, sí, el mismo que fue regañado por Paulo VI, le quitaron hasta Solentiname, demandaron y amenazaron con cárcel. Y leemos con estupor que a Sergio Ramírez, hoy en el exilio, quien junto a Vargas Llosa y Pérez-Reverte, son en la actualidad los escritores más universales y representativos de la lengua castellana, le allanaron su vivienda y dictaron auto de detención por “incitar al odio y lavado de dinero”. ¡Vaya despropósito!

Sergio Ramírez no se inmuta, sabe que ese auto de detención no es contra el político, que no lo es, sino contra el escritor, contra la palabra que no se puede encerrar; sabe igualmente, como afirma con un dejo de nostalgia adelantada, que a sus 79 años “regresar, significaría la muerte”.