El miedo está en el aire. Te circunda el miedo, lo envuelve todo, puede respirarse. La caída de la tarde es un toque de queda. A las cinco todos miran sus relojes y anuncian que les falta poco para marcharse a sus casas, no importa lo que estén haciendo o con quién estén hablando. “La noche convierte esta ciudad en tierra de nadie”, me había advertido el poeta y narrador Juan Sobalvarro. “Olvidate de la Nicaragua que conociste. Ese país ya no existe”.

Y es verdad. Me consta. Por cinco días, desde el 29 de julio al 2 de agosto, pude comprobar que la nación que pretende seguir gobernando Daniel Ortega no es la misma que él creía que gobernaba. Todo cambió el 18 de abril. Todo. El miedo hizo su entrada teatral, macabra, y todavía no deja la escena.

Por razones laborales tengo que hacer un viaje a Managua al menos una vez el año. Gracias a los amigos entrañables esas estancias pueden alargarse o hacerse más frecuentes. Pero esta fue la primera vez que fui obligado a abrir la maleta en la aduana del aeropuerto. Nunca un agente de migración, viendo mi foto en el pasaporte, me había hecho tantas preguntas y tan impertinentes. Eso me ocurrió antes en Egipto, en Turquía, en Colombia, en la Venezuela chavista, alguna vez en Estados Unidos; jamás me había pasado a la entrada de la siempre cálida Managua.

“¿Por qué lleva esa cantidad de libros?”, arrancó el cuestionamiento. “Pues porque soy escritor y editor, y he publicado una antología de minificción que incluye a narradores nicaragüenses. Vengo a entregarles los ejemplares que les prometí cuando me enviaron sus textos”. Un signo de interrogación aparece en el rostro de la mujer. “¿Minificción? ¿Qué es eso?”.

El viaje en avión San Salvador-Managua no es largo, pero luego de cargar una maleta repleta de libros y tener que abrirla en un pasillo del aeropuerto, bajo la mirada escrutadora de una oficial aduanera que quizá leyó a Darío por obligación en sus días de escuela, se tienen pocas ganas de teorizar sobre géneros literarios. “Son cuentos bien cortos”, telegrafié.

“¿Y a quiénes va a entregar todos estos libros?”.

Mi paciencia estaba siendo desafiada. La tipa era consciente. Tomé uno de los volúmenes y lo abrí delante de sus ojos. Señalé con el índice la sección nicaragüense de la antología. “¿Conoce a alguno?”, inquirí, ansioso por terminar aquella charla insensata. “No”, respondió, con cierta vergüenza. “Pero… ¿podría dejarnos algún libro para leerlo?”. Cerré mi maleta con franco disgusto. “Los visitantes no tenemos por qué sufrir las paranoias de este gobierno”, dije en un arranque de imprudencia. Luego los amigos me dirían que por frases semejantes, en la Nicaragua “post abril”, varios patriotas guardaban prisión o estaban desaparecidos.

 

“Y el espanto seguro de estar mañana muerto…”

Este verso de catorce sílabas está incluido en uno de los poemas más célebres de Rubén Darío, “Lo fatal”. Y es la sensación de fatalidad, precisamente, lo que impregna el ambiente de la Managua que visito. ¿Acaso hay más calor o humedad? Salgo a la calle y siento el golpe inconfundible del mismo clima. Lo que ha cambiado es el paisaje, tanto el urbanístico –menos vehículos, más grafitis– como el humano.

Fatalidad. El que lleva mis maletas lo demuestra en su sonrisa débil. El que me lleva al hotel lo exhibe en su conversación nerviosa. La chica de la recepción trata de simular normalidad, pero no existe simulación para tapar un ambiente deformado por el espanto. Ninguna declaración de Ortega, así sea para CNN, podría cubrir semejante frustración colectiva. Vuelvo a recordar el poema de Darío: “Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto…”.

Fatalidad. La incertidumbre ante el futuro es una de las peores caras del miedo. Y el porvenir se hizo añicos, para muchos nicaragüenses, cuando el 18 de abril turbas de la Juventud Sandinista arremetieron contra un grupo inerme de manifestantes, en Camino de Oriente, durante el primer plantón organizado por estudiantes de la capital contra las reformas al Instituto Nicaragüense de Seguridad Social (INSS). Esa tarde hubo heridos, incluyendo algunos ancianos. Y justo al día siguiente, el 19, generalizada la protesta en Managua y León, cayeron las primeras tres víctimas mortales de esta crisis: dos estudiantes y un policía. Desde muy temprano quedó poco margen para echarse atrás.

“Y sufrir por la vida y por la sombra y por lo que no conocemos…”, nos dice hoy Darío. Pues sí. Los poetas de su categoría suelen adelantarse a muchas cosas. Apenas hace dos años se cumplió el primer centenario de su fallecimiento, pero su anticipación al miedo y sufrimiento de estos días es escalofriante. Nadie conocía hasta dónde el régimen iba a ser capaz de llegar… con tal de conservar el poder. Hoy lo sabemos: alrededor de 400 asesinados y más de 2,500 heridos en apenas 100 días. Fatalidad.

Ninguna tarde ha vuelto a ser igual en Managua después del 18 de abril. Se ríe por no llorar. A ratos se llora a rienda suelta, y a veces se contienen las lágrimas, con los puños apretados y rechinando los dientes. ¿Hasta cuándo se alargarán estas jornadas de tribulación? ¿En qué momento la calma y la paz volverán a ser los motivos de envidia por los que suspirábamos quienes veíamos en Nicaragua un remanso en medio del caos regional? “Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo”, escribió el gran Rubén en “Lo fatal”, previendo como nadie este instante terrible, “y más la piedra dura porque esa ya no siente…”.

Pero en Managua, hoy, se siente todo. Duele todo. Hasta en los árboles y en las piedras –apenas sensitivos los primeros, insensibles las segundas– han quedado huellas de estos 100 días de horror y resistencia, de miedo y de coraje. De fatalidad, en suma.

El autor de esta crónica con la antología que tanto problema le causó al ingresar a Nicaragua.


Resistencia

El coraje es silente, va por dentro, bulle en las venas. También en Nicaragua, a pesar de los sobresaltos, hay tiempo para levantarse todos los días y vivir. Y amar. Y solidarizarse. Y resistir.

Las historias de terror forman parte de la cotidianidad, es cierto. “Dicen que ayer balearon a fulano en la esquina tal…”. “¿Supiste que entraron a la casa de mengano a medianoche?”. “El hijo de doña Mercedes lleva tres días sin aparecer… ¿Lo tendrán en El Chipote?”.

El miedo, sin embargo, no ha paralizado el espíritu de este pueblo indomable. “Dicen que mañana habrá plantón en la rotonda tal… ¿Vamos?”. “¿Supiste que la parroquia tal está recogiendo víveres para las familias del barrio vecino? Yo ya les mandé unos reales”. “El hijo de don Felipe lleva dos semanas en casas de seguridad. Me contaron que no le falta nada. Ya avisó el chaval que va a seguir peleando”. De estas historias está tejido un material más grande y eficaz que el poder de los tiranos. Se llama esperanza. A ella se aferran los feligreses que copan cada domingo –y días de semana también– los templos católicos. A ella se abrazan los periodistas que cubren de manera independiente esta crisis humanitaria. A ella rinden homenaje diario los poetas y los cantautores, las amas de casa y los profesionales, los estudiantes y los campesinos.

No, el miedo no ha vencido a Nicaragua. Son demasiados los que resisten, los que socorren al débil, los que cogen una pancarta a riesgo de ser perseguidos. Demasiados los que creen posible una patria mejor. El sol, cada mañana, sale para ellos; la noche llega, puntual, para darles la tregua que merecen. Es por ellos, y por su esperanza, que estas crónicas han sido escritas.

 

Testimonios de la represión

A poco más de cien días del estallido de la crisis, Nicaragua ostenta cifras de miedo. Dependiendo de la fuente, el número de asesinatos oscila entre los 350 y los casi 500. Los heridos se calculan por miles y la cantidad exacta de desaparecidos entra en campos especulativos. Solamente en Managua alrededor de 150 personas perdieron la vida víctimas de la represión desatada por Daniel Ortega. Exiliado en Canadá, el activista de derechos humanos y líder fundador del Movimiento Autónomo 18 de Abril (MA-18), Diego Guadamuz, expresó, en una entrevista vía Skype con este servidor, que los ataques de los policías y los paramilitares sobre la población civil fueron violentos desde un principio. “Ellos se bajan de los pick ups y llegan a golpearte sin contemplaciones, sin que tengás opción de razonar. Sus caras, cuando se plantan frente a vos, ya están transformadas por ese inconfundible deseo de agresión que es característico de los matones, de los asesinos. Si estás dispuesto a mantener pacífica tu protesta, como era nuestro caso, tenés que estar consciente de que te van a vapulear, tirar al suelo y patearte hasta que te den por muerto, se distraigan con otra víctima o podás correr”.