La iglesia católica celebraba el día dedicado a la festividad de Corpus Christi, cuando a las 6:55 de la noche, luego de celebrar la eucaristía, los capitalinos fueron víctimas de un movimiento telúrico que impactó y echó en tierra a los municipios sonsonatecos de Armenia, San Julián, así como a los de La Libertad: Sacacoyo, Tepecoyo, Ateos y otros lugares situados al borde de la gran falla que se extiende en la cadena costera que va desde Caluco, en Sonsonate, hasta el desagüe del lago de Ilopango, en San Salvador.
Exactamente, a las 7:30 de la noche, San Salvador volvió a sacudirse en un segundo terremoto que derribó casas, edificios públicos y religiosos, y la destrucción de muchos terrenos que causó el pánico natural en los capitalinos.
De pronto, a las 8:11 de la noche, el volcán de San Salvador es recortado contra el fondo de la noche, por las llamas que salen de varios puntos de siete grietas en los cráteres secundarios que habían sido provocados por los terremotos de magnitudes entre 5.4 y 6.7 grados en la escala de Richter.
La naturaleza jugó entonces con los fascinantes colores del fuego, para formar un cuadro del taller de un antiguo alquimista.
Unos 34 minutos pasaron desde la explosión, cuando a las 8:45 de la noche de ese 7 de junio de 1917, ocurre un tercer terremoto menos fuerte que el primer sismo, pero con el poder de lanzar a personas y objetos, según Jorge Lardé y Larín en su libro “El Salvador: Inundaciones e incendios, erupciones y terremotos”.
De las 9,000 casas que existían en la capital salvadoreña, 200 quedaron intactas y alrededor de 1,050 personas murieron durante la noche de la tragedia en San Salvador.
Los primeros terremotos también habían acabado con los municipios de Mejicanos, Apopa, Nejapa, Quezaltepeque y San Juan Opico, en San Salvador; mientras que Santa Tecla, en La Libertad, también fue devastada, eliminando todos los cultivos de café de la zona.
La culminación del cataclismo se produce con la erupción del cráter secundario de Los Chintos (al norte del volcán de San Salvador, hacia el municipio de Quezaltepeque) y con la evaporación de la laguna situada dentro del cráter principal de El Boquerón.
Lardé y Larín describe que se derramó “una colada de materiales piroclásicos, hacia el norte, de seis kilómetros y medio de longitud por una anchura variable de 100 metros a tres o cuatro kilómetros en algunos puntos”. La erupción fue tan grande que dicho manto de lava cortó un trayecto de la línea férrea entre Quezaltepeque y Sitio del Niño, ahora zona conocida como El Playón.
La actividad eruptiva constante del grande de San Salvador permaneció hasta el 10 de junio con “Los Chintos” activados; sin embargo, las últimas fumarolas del coloso fueron vistas a finales de ese mes, entre los días 28 y 29, según Lardé y Larín.
Después de estos hechos de fuego y devastación, en las faldas del volcán de San Salvador, una bulliciosa ciudad vio pasar el siglo XX e ingresó a la siguiente centuria. Cerca de ella, sin sobresaltos, el edificio volcánico duerme en un aparente sueño geológico, que algún día despertará.