¡Hay que aprender de la historia! No hay de otra. De la nuestra como personas y como país. También de la humana: de sus luces y sombras, de sus figuras ejemplares y perversas, de los errores y aciertos, de los triunfos de los pueblos y de la infamia de sus opresores. Hay tanto que asimilar para no repetir sus tragedias ni condolerse por sufrimientos ya conocidos, para no creer en los cantos de sirena de las dictaduras, para no tropezar con las mismas piedras ni llorar sobre la leche derramada, para salir del bache e intentar cambiar el rumbo hacia un mejor porvenir, para convertir la equivocación en oportunidad, para no seguir metiendo la pata, para dejar de andar sin rumbo cierto y de cagada en cagada, para destilar solidaridad ante la desgracia ajena y alcanzar algo de sosiego social, para aspirar a encontrar alguna gota de felicidad individual y colectiva, para alcanzar el “bien común”...

De la historia salvadoreña hay mucho que examinar con detalle. Lástima grande que de sus pasajes, muchos no sean aleccionadores al ser vistos desde una perspectiva positiva y optimista. No faltará quien me califique como un pesimista a más no poder; pero no, lo que intento es ser realista como lo fui cuando –con una querida académica– observamos la realidad nacional después de transcurrida una década del fin de la guerra e intentamos diagnosticar la situación en que se encontraba, recomendando además algunas “medicinas” que debía tomarse.

“La agenda pendiente, diez años después. De la esperanza inicial a las responsabilidades compartidas”. Así titulamos dicha investigación, firmada entonces por el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas ‒el IDHUCA‒ del cual fui director de enero de 1992 a enero del 2014. Largo y productivo periodo durante el cual estuve atento al devenir de la realidad nacional desde un lugar privilegiado, ejerciendo la dimensión política de la defensa y promoción de los derechos humanos sin tener que rendir pleitesía a nadie ni pretender quedar bien con ningún grupo de poder económico, partidista, mediático y mucho menos militar, dentro o fuera de nuestro territorio.

En dicha publicación aseguramos, al final de la misma, que con mucha dificultad se podía proclamar entonces de “una paz en proceso de consolidación”. Y aseguramos que era “más apropiado hablar de una paz inconsistente acechada por los graves peligros de la violencia y la inseguridad, de la injusticia económica y social, del deterioro ambiental y de una institucionalidad nada confiable”, por decantarse esta hacia el “autoritarismo” y no mostrar “voluntad para atacar la impunidad”.

De todo eso se aprovechó Nayib Bukele para encaramarse, oportunista como siempre, en la maquinaria electorera del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. Así, el FMLN lo engendró políticamente; además, lo malcrió y lo “trampolineó” para llegar a ser lo que es actualmente: un autócrata a la espera de ser confirmado como tal en los próximos comicios fraudulentos hasta su médula, comenzando por su recién confirmada postulación inconstitucional avalada ya por las conveniencias gringas. ¡Paradojas de la vida! El tiranuelo gestado en el seno de aquello que en algún momento fue una poderosa fuerza insurgente, en el presente declara pública y eufóricamente que habrá que arrasar en las urnas con lo que queda de dicho partido político y con su contrario en la guerra y en la posguerra: Alianza Republicana Nacionalista (ARENA).

No hay duda que a más de nueve décadas del cuartelazo encabezado por el “aprendiz de brujo”, Maximiliano Hernández Martínez, y tras todo lo ocurrido en El Salvador a lo largo de las mismas –dictadura, farsas electorales, terrorismo estatal y golpes de Estado, lucha guerrillera, matanzas, conflicto bélico, acuerdos de paz– ahora el país se encuentra bien adentro del ojo de la tormenta recurrente que lo ha asolado durante su historia. De ese oscuro panorama, emerge tímida y hasta quizás mal vista una pregunta: ¿habrá un mejor destino para sus mayorías populares?

Pues yo digo que sí. No solo porque no hay dictador que dure cien años ni pueblo que lo resista, sino también porque de nuestra historia tenemos mucho que aprender. No creo estar equivocado al sostener eso después de haber derrocado a Hernández Martínez, puesto en jaque a los gobiernos militares que le siguieron, librado una lucha social inéditamente combativa y una prolongada guerra cuyo final le abrió posibilidades ciertas a la construcción de una mejor convivencia. Posibilidades que, irresponsable y lamentablemente, fueron dilapidadas para situarnos en el repugnante trance en que nos encontramos. Por ese pasado de lucha, la lección primera y más importante está en la participación organizada contra el “mal común” encarnado ‒al día de hoy‒ en la dictadura que deberemos derribar.