Recuerdo que siendo un niño, mi padre ya retirado del servicio militar, solía llevarme a contemplar la estatua conmemorativa al primer centenario de nuestra independencia patria, que mandó a erigir el presidente del país, Dr. Manuel Enrique Araujo, en el entonces Parque Libertad en 1911, la que aún puede ser visitada, pero con una gran diferencia al tiempo que yo la conocí. En efecto, hacia mediados del siglo recién pasado, donde me ubico, ese Parque era un remanso forestal, pleno de frescura y aire puro, con muchos árboles de sombra y frutales, con bastantes arriates, en los cuales crecían fecundas y lozanas, muchas plantas florales, de exquisito aroma y de todo tamaño, mientras el ambiente se llenaba, al atardecer, con centenares de cantos que brotaban de muchísimas aves silvestres, donde mi padre me enseñó a distinguir entre el piar de un chío, del lúgubre canto de los torogoces, o entre las clarinadas de los zanates, del rimo emitido por un dichoso fuí o de un furtivo justo juez, sin faltar en ese concierto avícola, los cantos multimelódicos de los nerviosos zenzontles. Pero, un inolvidable día, llegó a la silla edilicia de nuestra capital, un alcalde, diz que modernista, quien mandó a derribar árboles y plantas en pocos días y rellenó los espacios enladrillando el sitio y cambiarle el nombre de parque al de Plaza Libertad. Eso viene a confirmar que en nuestro sufrido país, de vez en cuando, surgen funcionarios quienes, cuando alcanzan a tener poder municipal o estatal, hacen realidad sus malas “nuevas ideas”, en aras de un fementido modernismo y un dudoso progreso nacional.

En la continuación de estas remembranzas, también llegan a mi memoria, aquellas vacaciones escolares en el Puerto El Triunfo, ubicado en la Bahía de Jiquilisco, que ya he narrado en este mismo espacio, donde existían inmensos bosques de mangles, sicagüites, mangollanos, etc. que eran el hábitat natural de centenares de especies marinas, acuáticas y terrestres, como garzas, sargentones, pelícanos, peces diversos, crustáceos, etc. que ahora son sólo tristes vestigios, si acaso sobreviven algunos especímenes.

Los manglares fueron talados para construir viviendas y obtener un tinte para curtir pieles y así, la mano del hombre ha destruido, para siempre, lo que Dios y Natura nos proveyeron desde la creación del mundo. Y lo que sucedió con el Parque Libertad y la Bahía de Jiquilisco, son dos pequeñas muestras, pero según informes de entidades ecológicas nacionales, en varias oportunidades, estas destrucciones se dieron y siguen produciéndose a lo largo y ancho de nuestro pequeño, pero sobrepoblado territorio.

Precisamente, muchas reservas forestales, supuesta y legalmente “protegidas”, han sido prácticamente arrasadas para dedicar esas áreas al cultivo de cereales, pastoreo de ganados, o para construir viviendas, siguiendo el tradicional tipo de construir horizontalmente, lo cual abarca mayor extensión en largo y ancho, en un país sin mucha capacidad geográfica para grandes obras habitacionales, vías de tránsito, aeropuertos, etc.

Finalmente, este daño muy palpable en nuestras reservas forestales, con la extinción de especies propias o raras (que hacen estadías temporales cerca de lagos, ríos, costas y escasos bosques), pueden deparar para el cercano y próximo futuro nacional, efectos negativos, quizás hasta catastróficos, en el orden medioambiental, con temporadas de lluvias pertinaces y prolongadas, o, caso contrario, con angustiantes y mortales épocas secas, como las que ahora observamos en varias naciones africanas. Quienes previenen, evitan sufrir mayores daños. Es hora de interesarnos más sobre la preocupante situación ecológica salvadoreña.

Y cierro esta columna, trayendo un recuerdo más de mi infancia. En efecto, recuerdo que cuando era estudiante del nivel primario (hoy lo llaman, pedagógicamente, el nivel básico) y antes de que llegara el Día de la Cruz (3 de mayo), nuestros maestros (que después fueron mis colegas), nos pedían, como tarea o deber escolar, que en tal fecha llegáramos a la escuela, pero llevando un arbolito frutal o de sombra, o en su defecto, una planta floral. Después de “adorar” la Cruz, puesta en el patio del plantel y saborear aceitunas moradas, o jocotes tiernos con sal, nos formaban, llevando lo solicitado y salíamos a sembrar esos dones forestales, en sitios apropiados de la población.

Dudo, después de muchos años retirado del magisterio, si aún efectúan esa campaña benéfica. Reitero: es urgente y vital que reforestemos a El Salvador. Que cambiemos la modalidad habitacional y nuestras formas tradicionales de siembra y cosecha. Que hagamos retornar las especies extintas o en vías de seguir esa cruel ruta, etc. El espejo trágico del África es demasiado cruel, para estar impasibles y desatentos con nuestro propio ambiente.