Se reúnen, se abrazan, cada quien lanza sus pedradas a mano desnuda o con hondilla desde su red social, una entrevista en algún medio o por su canal de YouTube, y creen que la labor ha sido satisfactoria y se van a descansar, a echarse los tragos, autoalabarse frente al espejo o con los amigos.

Se pavonean en la vida real –o por las mismas redes– como los nuevos Simón Bolívar (libertadores) o como Lenin (destruyendo un régimen), pero no son nada, en la realidad su gritadera no mueve un tan solo pelo de la envaselinada cabellera del presidente. No son, ni de lejos, esos fuertes vientos de cambio que arrancan de raíz el árbol de la tiranía, ni llegan a ventisca, quizá, tal vez, a un estornudo. Están perdidos y están perdiendo el país.

Dos años y medio y el hombre tiene 80 % de aprobación, y con el tema de las maras, 90 %. ¿Han logrado bajar esos números con todo ese concierto desentonado de insultos y reclamos? Sin duda están todos en la misma línea, pero son más ruido que nueces.

Twitter es una desgracia para la humanidad y, en general, todas las redes sociales en esto de crear nuevos líderes. Che Guevaras de cafetín virtual. Sin duda alguna han surgido iniciativas que han movilizado mucha gente desde las redes sociales. Recuerdo con lágrimas en los ojos cómo un jovencito desde Facebook incitó a una manifestación contra las narcoguerrillas en Colombia, que concluyó en una manifestación de un millón de colombianos en las calles.

No son pocos (pero tampoco muchos) candidatos millenials que han manejado las redes de tal forma que ni siquiera han hecho campaña electoral tradicional, pero como digo son casos escasos.

El presidente Nayib Bukele está ganando todas las jugadas, desde hace años, desde que empezó a promocionarse en el minúsculo Nuevo Cuscatlán, y lo está haciendo con tanta efectividad que la oposición no se da cuenta. Va rumbo a perpetuarse en el poder en las narices de sus contestatarios.

El Salvador no ha mejorado en ninguno de los índices importantes que las organizaciones internacionales utilizan para calificar y clasificar a las naciones. El sistema político se está acercando cada día más a una dictadura, la libertad de prensa está seriamente comprometida, la violación a los derechos humanos ni se diga, la inversión extranjera importante brilla por su ausencia, no se han creado nuevas industrias, no exportamos nuevos productos y, por lo tanto, no entran divisas frescas. La transparencia en la rendición de cuentas es inexistente, la pobreza es igual o mayor que en junio del 2019, el PBI, el ingreso per cápita, en fin, todo es lo mismo o peor.

Ante esas verdades innegables, ¿por qué la oposición sigue enfrascada en atacar solo el estado de excepción?
El presidente los tiene atontados, distraídos con ese tema, uno en el cual, por cierto, como ya mencioné, tiene el apoyo casi absoluto de la población. ¿Por qué seguir insistiendo en ello?

Hay tantos temas de país que deben ser evidenciados en los cuales el señor no ha cumplido. Incluso la apuesta ludópata e irresponsable al bitcoin ya debe ser dejada a un lado y llevar a la mente del pueblo adormecido o distraído que estamos en el mismo El Salvador que hace dos años y medio, nada ha cambiado. La prestidigitación presidencial los tiene entretenidos, pero seguimos siendo un país que está en los últimos lugares de todo lo bueno y en los primeros lugares de lo malo.

¡Ojo! Pero no basta con eso. De nada sirve sentirse el “avenger” de las redes sociales, si todo ese amor patrio no se materializa en una unión nacional de oposición, una en la que todos los sectores racionales del país se unan con el objetivo a “cortisísimo” plazo de hacer el apostolado de ir a los cuatro puntos cardinales del territorio nacional a despertar a la gente, llamarlos a la acción, a ser mensajeros de la verdad y que la gente reaccione y se dé cuenta que estamos al borde del abismo.

Si no es así, mejor desconectemos el sonido, apaguemos las luces y el último en salir que cierre la puerta y eche llave.