El pasado, aunque quiera borrarse, no hay manera de extirparlo. Está ahí, quedo, barnizándolo todo. Interpelando siempre. Se puede torcer (y muchas veces así se hace, sobre todo en materia política) la interpretación de aquello que fue, de aquello que aconteció y, decir, desde un engreído hoy, que las cosas no ocurrieron como se cree, sino de este y de otro modo. Y es lícita toda tentativa de interpretación del pasado, pero a condición de sopesar con buen juicio evidencias empíricas, de aplicar metodologías precisas y efectivas que contribuyan al esclarecimiento y de considerar los contextos específicos sin escamotear. De lo contrario es como jugar al ratón y al gato.

La labor de investigación histórica es un asunto serio al que no se le ha dado (todavía no se le da) en el país la debida importancia en la construcción siempre inacabada de una sociedad.

Trátese de personajes o de procesos, la interpretación o reinterpretación debe estar bien soportada por andamios capaces de mantenerse en pie a pesar de las sacudidas. Y es que, al revisar la historia salvadoreña, desde al menos la mitad del siglo XIX en adelante, es posible encontrar por todos lados, lagunas, deformaciones, inconsistencias en las interpretaciones.

Hay muchos ejemplos de esto. Los alrededores de 1932 es un territorio lleno de falsificaciones y enmascaramientos que por 90 años han persistido.

Situar en su contexto a los personajes (¡como en un cuento o en una novela!) es una tarea complicada. Porque el positivismo y la hagiografía están al acecho, y es que estas dos ‘taras’ quisieran que los personajes no tuvieran amarres reales y que se desplegaran a su libre arbitrio. Pero la ‘historia vivida’ no va así. Reconstruir los contextos es crucial para las reinterpretaciones.

Si se considera, por ejemplo, que el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1931, dado por un grupo de la oficialidad joven del Ejército, es un ‘momento’ bisagra para lo que se desencadenó el 22 de enero de 1932, pues hay que estrechar el foco y aguzar el ojo para poder explicar eso.

No basta con decir que Maximiliano Hernández Martínez era un personaje astuto. Que lo era, claro. Pero ahí hay un entramado más complicado que muchas veces se rehúye analizar.

La Escuela de Cabos y Sargentos, donde se incubó ese golpe de Estado fue un proyecto que años atrás Hernández Martínez cinceló con paciencia. Era, pues, su demiurgo. Además, en el contexto de la sociedad salvadoreña de aquel entonces, el personaje Maximiliano Hernández Martínez o Martínez, como el mismo firmaba algunos documentos, tenía cierta relevancia. No era un militar más. Al considerar escritos diversos de antes de 1931 y de después, es posible afirmar que se trataba de una persona con un buen nivel de formación. Y con lecturas. Lo de la teosofía es solo una de sus vetas.

Por el desarrollo de los acontecimientos que tienen lugar a partir del 2 de diciembre y quizás hasta el 5 de ese mes, los militares (y los civiles) que se conjuraron para derribar al gobierno exangüe encabezado por Arturo Araujo, consideraron a Martínez como parte del cambio a plantear. ¿Estaba enterado Martínez? Debió haberlo estado, porque la forma suave como pasó de vicepresidente ‘apresado’ a presidente en funciones indica que el plan había funcionado. De hecho, cuando Araujo, ya en desbandada, le habló por teléfono le espetó: ¿Y usted que hace allí contestando el teléfono si es un prisionero?

El discurrir de un personaje de aquellos años, y que pocas veces se le ha ponderado con cuidado, Jacinto Castellanos Rivas, puede ayudar a mostrar cómo fueron las cosas y cómo algunas ensoñaciones y confusiones calaron en los actores de la crisis política en curso.

‘El general Martínez es uno de los hombres más ecuánimes y más bien intencionados que he conocido, y por algo me honra él con su confianza...’, dice en una carta Jacinto Castellanos Rivas dirigida a Alberto Guerra Trigueros, el 3 de febrero de 1932.

Lo dicho por Castellanos Rivas (que había estudiado en la Escuela de Cabos y Sargentos) cobra aún más relevancia si se considera que después de aquel golpe de Estado, pasó a fungir como secretario particular de Martínez. Y aún más si se tasa que el 1 de febrero de 1932 acompañó a Agustín Farabundo Martí (su compañero de estudios en el Colegio Santa Cecilia) hasta el momento de su fusilamiento, junto a Alfonso Luna y Mario Zapata. Y todavía más si se pondera que su hijo, Raúl Castellanos, y Jacinto mismo, fueron pilares fundamentales para la recomposición del Partido Comunista de El Salvador desde la década de 1940.