Todos los días, desde Italia nos llegan noticias sobre el número de infectados, fallecidos por el nuevo coronavirus y las imágenes de millones de personas, que pese al sufrimiento, viven esperanzadas con ver la luz al final del túnel.


Diario El Mundo habló con el sacerdote italiano Michelangelo Bruccoleri, quien relató su experiencia y su lucha por no infectarse.

Desde Calatafimi, Trapani, región de Sicilia, Italia, el sacerdote misionero Michelangelo Bruccoleri, cuenta una desgarradora historia y el encierro de más de dos semana al que ha tenido que someterse para permanecer ileso. Este es su relato:

-Aquí en Italia estamos viviendo un período muy triste. Muy duro. Como lo que hemos vivido después de la Segunda Guerra Mundial entre 1939 y 1945: encierros, escasez de alimentos, de medicinas, de libertad de movimientos.

En toda Italia nadie puede salir a la calle si no tiene un permiso y una motivación especial como ir a las farmacias, hacer compras de comidas o retirar el seguro para vivir en el caso de los ancianos jubilados.

Si una persona adquiere coronavirus no puede irse a los hospitales. Está severamente prohibido, todo para evitar mayores contagios. El enfermo debe llamar a los médicos para pedir pronto auxilio y que luego lo lleven en estructuras especiales para tratar el virus, para instarles aparatos respiratorios que tienen con vida a los afectados.

Hay escenas desgarradoras, personas enfermas que se despiden de sus familiares por última vez, entre lágrimas y sollozos; no en el hospital, sino en la casa antes de llevárselos a tratamiento. O también ver a los camiones militares repletos de ataúdes, con los difuntos dentro, que dejan las ciudades para llevarlos a lugares seguros para la cremación y así evitar el contagio. Y luego entregarán a los familiares un vasito con las cenizas de su familiar enfermo, sin haberlo visto o saludado por última vez.

Los enfermos mueren y no pueden contar con el consuelo de la presencia de sus familiares, de una mano que les acaricie, de una voz que les de consuelo y ánimo, de una última sonrisa, de un último adiós. Ni a los curas se nos permite estar presentes, ya han muerto 60 sacerdotes que rezaron por los enfermos antes de morir, ese dolor desgarrador de los enfermos antes de morirse, en verse solitos, abandonados, y de los familiares que no saben dónde está su ser querido, su padre, su madre, su esposo, su esposa o su hijo.

No hay aparatos respiratorios para todos. Esos aparatos que tienen con vida a los enfermos, los médicos -con el dolor del alma- deben escoger a quien salvar entre una persona anciana o un joven. No, no, ¡no es posible todo esto, este virus es una locura!

Todavía suenan a mis oídos los gritos de una anciana señora que lloraba para que los médicos le ayudaran a salvar a su esposo enfermo, pero no había más lugar en el hospital, como no había más esas maquinarias para la respiración artificial. Ella gritaba, gritaba, pero los médicos ya habían escogido a un joven y no a su marido.

Estamos encerrados en casa, privándonos de hacer ciertas compras, de movernos, de verse con los familiares, con los padres, con los vecinos.

Tampoco está permitido ir a las Iglesias a rezar, ir a misa o confesarse. Este virus nos quiere alejarnos hasta de Dios, de la Virgencita, pero él no ganará: Jesús el Todopoderoso, es el más fuerte.

En Sicilia, al sur de Italia, la isla más grande del Mar Mediterráneo, en la provincia en la cual yo vivo, el terrible coronavirus no ha dejado muchos muertos, contamos, en mi provincia con 60 muertos.

Miles de personas se han escapado del Norte de Italia, Lombardía, Veneto, Emilia Romaña, donde hay muchos muertos, y se han venido al sur de Italia, trayéndose así el virus también entre nosotros. Se huye de la muerte, pero ella nos sigue los pasos.

Hasta ahora en Italia hemos tenido más de 9,000 muerto, sobre todo los ancianos que son más vulnerables ante el virus. Los que tengan fe, que recen por nosotros, para que Dios se apiade de la humanidad y nos libere del coronavirus.