Aprovechemos que actualmente el transporte es el tema de conversación para reflexionar al respecto. Todas las personas nos desplazamos al trabajo, a la escuela, al supermercado, al doctor, o a cualquier sitio, por el gusto o por la necesidad. Últimamente, hacer esto en nuestro país es una decisión con un alto costo, sobre todo de tiempo, paciencia y salud mental, ¿quién no ha tenido que madrugar más para llegar a tiempo a alguna actividad? El tráfico es cada vez más pesado y es un problema cotidiano que refleja dos desafíos que tenemos como sociedad: la falta de planificación y la preponderancia de lo individual sobre lo colectivo.

Como la mayoría de países en desarrollo, y como sucede con todos los temas, El Salvador nunca pensó a futuro y no planificó sus ciudades para garantizar la movilidad de sus habitantes más allá del uso de vehículos automotores, basta ver que en muchas zonas no hay aceras para los peatones o espacios para bicicletas.

A ello se suma la preferencia por el transporte privado como medio ideal para movilizarse, pues además es considerado como símbolo de estatus social, por lo que a la primera oportunidad se abandona el transporte público por el propio. Es cierto, que la inseguridad en el transporte público aleja a quienes tienen los medios para comprar un vehículo. En todo caso, en la medida en que más personas optamos por una solución personal de transporte empezamos a generar un caos vial colectivo.

Según datos del Viceministerio de Transporte, en El Salvador para 2016, se encontraban registrados más de un millón de vehículos, cantidad que crece constantemente y que en su mayoría (41 %) se concentran en San Salvador. Naturalmente eso provoca congestionamiento, que a su vez genera un estrés colectivo que hace que las calles sean una selva, donde la ley del más fuerte, o mejor dicho del más abusivo e imprudente, se impone. Como consecuencia de eso, tan solo el año pasado se reportaron, en promedio, 33.8 accidentes diarios en al Área Metropolitana de San Salvador.

Se pudiera pensar entonces que la solución ante el aumento de la cantidad de vehículos es construir más calles, avenidas y pasos a desnivel. Pero no, esa es la alternativa menos viable y sostenible en el tiempo, sobre todo para países como el nuestro, con poca extensión territorial y alta densidad poblacional.

Nuestra apuesta debería ser un sistema de transporte colectivo público. Enrique Peñalosa, impulsor del Transmilenio en Bogotá, lo señaló acertadamente: «Una ciudad avanzada no es en la que los pobres pueden moverse en carro, sino una en la que incluso los ricos utilizan el transporte público». En nuestro país, apenas un 1.1 % del parque vehicular lo constituyen buses o microbuses del transporte colectivo; dichas unidades forman parte de un servicio público de transporte colectivo que se caracteriza por el desorden, una débil regulación, inseguridad, duplicidad de recorridos, generación de emisiones contaminantes, entre otras. A ello se le suma que lo que debía ser la semilla de un nuevo sistema de transporte colectivo, el Sitramss, está en entredicho por la forma en que fue implementado.

Desgraciadamente, como todos los temas de interés nacional, el transporte colectivo es un tema que se ha politizado y polarizado, que levanta pasiones y provoca los argumentos más absurdos en redes sociales. Y mientras tanto, cada día, como ciudadanía vamos perdiendo un poco más de nuestra calidad de vida en el tráfico. Nuestro papel ciudadano es exigir un transporte colectivo de calidad, asequible, accesible, eficiente, resiliente y amigable con el medio ambiente; articulado con otras políticas de movilidad y seguridad ciudadana; con decisiones basadas en las recomendaciones técnicas de los innumerables estudios que se han realizado sobre la materia; y, con una implementación basada en transparencia y rendición de cuentas. Reconozcamos que todos tenemos necesidad y derecho de movilizarnos y reivindiquemos el papel del servicio público de transporte colectivo en la construcción de una sociedad donde las personas no pasan su vida en el tráfico.