La guerra inició el 10 de enero de 1981. Esa fecha suele utilizarse como referente, pues entonces lanzó su primera “ofensiva final” el recién parido Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN). Parido; partido se convirtió el 14 de diciembre de 1992, hasta acomodarse. El enemigo a vencer para instaurar un “Gobierno Democrático Revolucionario”, era el régimen encabezado –al menos formalmente– por la Junta Revolucionaria de Gobierno en su tercera versión, tras el golpe de Estado del 15 de octubre de 1979.

Ese levantamiento de la “juventud militar” que derrocó al general Carlos Humberto Romero –impuesto a sangre, fraude y fuego en febrero de 1977– fue contaminado por la “vieja guardia” castrense con los generales Jaime Abdul Gutiérrez y José Guillermo García, quien hace unos días fue echado del territorio estadounidense; por violador de derechos humanos, regresó sin vergüenza pero vergonzosamente.

Durante once años se destruyó buena parte del país y desangró mucha de la parte buena de su población, hasta que en enero de 1992 quienes estaban en guerra acordaron pararla. A 35 años de su arranque y 24 de su final, ¿cuál es el balance del “proceso de paz”, más allá de las retóricas y alegóricas declaraciones de las dos maquinarias electoreras –cuando han ocupado el Ejecutivo– o de las acérrimas e implacables críticas que se endilgan desde la oposición? ¿Cuál es el saldo real?

Dicho recuento de logros –si los hay– y fracasos no puede salir, obviamente, de esas empresas partidistas rentables para sus dirigencias y círculos cercanos. Tampoco puede ser fruto de las opiniones diplomáticas que, excepciones aparte, no se complican la existencia y aplauden cualquier obscenidad política o en el mejor de los casos callan. Y quien calla, otorga.

No. El balance de lo hecho hasta ahora desde hace ya casi un cuarto de siglo, debe surgir de las víctimas. Mientras éstas no se organicen para hacer valer sus derechos, como lo hicieron antes de la guerra, habrá que hacerlo desde estos espacios con la objetividad de quien tiene un compromiso –ineludible e irrenunciable– con esas abundantes víctimas, precisamente; no con los politiqueros u “oenegeros” que dicen ser sus “representantes” y “salvadores”.

Debe diseñarse un mecanismo idóneo y práctico para tener ese diagnóstico, dialogando y poniéndose de acuerdo en lo elemental con honestidad y decencia. Lo malo de lo ocurrido a la fecha, que es mucho, hay que denunciarlo ampliamente y sin tapujos. Debe hacerse mediante el acompañamiento de esas víctimas desde la diaria observación de su sufrimiento, para desmontar las mentiras oficiales de cualquier Gobierno y las falsedades oficiosas de cualquier oposición.

No se vale que desde un vital cargo público, alguien diga que “muy pronto El Salvador volverá a ser un país tranquilo y seguro” para luego afirmar –frívolo e inmutable– que “podríamos estar en una situación peor”. Tampoco se vale que un antiguo director policial culpe al actual jefe de la corporación de lo que no se hace ahora, aunque nunca lo haya hecho él.

No se vale jugar con la gente. La única viabilidad para El Salvador es que esas víctimas de los malos partidos y gobiernos tengan su balance de país, como “carta de navegación” hacia puerto seguro. Que se vuelvan demandantes, exigentes y beligerantes. No hay de otra: o se agachan dispuestas a seguir sufriendo males mayores o levantan la cabeza con dignidad. Si no, la suerte, la mala, estará echada.

Mientras el par de elefantes politiqueros se balanceen sobre la apatía y el “no me toca a mí”, las víctimas siempre despreciadas seguirán aguantando abusos y demás chabacanerías. Esos animales políticos, paleolíticos y descarados, no se corregirán ni soltarán el “hueso” por voluntad propia. Hay que empezar a sacarlos antes de que cumplan 25 años manoseando al país. Esos dos paquidermos se columpian, hasta ahora, sobre una tela de araña llamada “democracia”. Al darse cuenta que resiste, no vaya a ser que aparezca otro elefante igual o peor. Así seguiremos hasta que las víctimas de sus desmanes digan: ¡Se acabó! Sin rebelarse, nada cambiará.