Pasan las diez de la noche del miércoles 13 de julio del 2016. Vengo de un conversatorio sobre grupos armados ilegales, fenómeno criminal descalificador de cualquier Estado que presuma ser de Derecho. El evento finalizó antes de las 20 horas. Comencé a redactar estas líneas tan tarde, tras atender llamadas de diferentes medios para conocer mi reacción sobre la noticia del momento: la Sala de lo Constitucional acababa de anunciar su sentencia sobre dos demandas presentadas el 20 de marzo del 2013, al cumplirse 20 años de aprobada la infame amnistía.

Antes de comenzar a grabar, suplicaba no me preguntaran sobre el fondo de lo resuelto. No lo conocía. Solamente podía hablarles de mis sentimientos. No daba para más. Era la única posibilidad que tenía, pues tenía el corazón en la mano y la mirada puesta en las víctimas que son –sin ningún regateo– las insustituibles protagonistas principales de la historia más dolorosa de El Salvador y de la lucha por volverlo presentable, amable, agradable…

Sus verdugos se perdonaron entre sí, a conveniencia. Sabían que tarde o temprano se alternarían el Ejecutivo mientras, tras bambalinas, eran manejados como marionetas por los poderes “ocultos”. Todo eso comenzó a gestarse desde que negociaron y pactaron su paz. Ya lo he dicho: no solo fueron seis los acuerdos entre los guerreros para garantizarse su tranquilidad; esos eran los firmados, desde Ginebra hasta Chapultepec.

Hubo otro ni siquiera escrito: el arreglo que a la gente más sufrida le torció el rumbo hacia el ofrecido y nunca alcanzado “paraíso terrenal”. Más adelante, para asegurarse, redactaron lo que denominaron –burdo y ofensivo eufemismo– “Ley general de amnistía para la consolidación de la paz”. Pero ya la desmoronaron quienes debían hacerlo: las víctimas luchadoras, nunca derrotadas, y sus ganas de lograr verdad, justicia y reparación integral. Lo hicieron con toda su dignidad por delante, la cual trasciende cualquier inmoralidad oficial o electorera.

Los ojos del país y el mundo ven únicamente la declaración de inconstitucionalidad de ese adefesio normativo, vigente durante 23 años sin importar críticas y condenas dentro y fuera del país. Aún sin leer íntegramente el texto emitido por la Sala, se sabe que lo resuelto tiene efectos generales y es de aplicación inmediata; por ello, nadie podrá seguir invocando la amnistía tumbada como el impedimento para juzgar casos de graves violaciones de derechos humanos y crímenes internacionales, ocurridos antes y durante la guerra.

La decisión de la Sala de lo Constitucional va más allá jurídicamente. Para asegurar el cabal cumplimiento de lo anterior, estipula que la persecución de crímenes contra la humanidad no prescribe; así se abre la puerta para que efectivamente se imparta justicia y el país avance hasta llegar a ser normal, decente; un país cuyas instituciones funcionen sin importar quién es la víctima y quién el victimario. Es lo único que no se ha intentado en El Salvador de la posguerra: combatir y derrotar la impunidad propiciadora de inseguridad y violencia, corrupción y desigualdad. Ahora, pues, se ha abierto la esclusa para comenzar a navegar a buen puerto: al de una paz cierta y sólida, sobre la verdad y la justicia.

Aquel 20 de marzo del 2013, con el calor de muchas víctimas, presentamos esas dos demandas: una contra la amnistía y otra contra la prescripción de los delitos de lesa humanidad. Lograr la primera sin la segunda, no hubiera pasado de ser algo simbólico pues habría quedado viva la posibilidad de que los perpetradores –de cualquier bando– alegaran el agotamiento del plazo para su persecución penal. Pero gracias a la asesoría de Paula Cuéllar, candidata al Doctorado en historia y derechos humanos, decidimos atacar dicha traba; ella redactó el primer borrador de la segunda demanda. Gracias querida Paula. Gracias también a Pedro Martínez, quien con su conocimiento jurídico e indudable compromiso, elaboró la que cercaba a la amnistía y su derrota ya es un hecho.

Pero el sitial de honor es para las víctimas. Desde su condición, nunca flaquearon. Siempre estuvieron en pie de lucha, demandando verdad real, justicia plena y reparación integral. Su linda y legítima terquedad apartó esa que Francisco Flores, el expresidente, llamó “piedra angular de los acuerdos de paz” y no era más que de tropiezo. Ya no hay, pues, amnistía que valga. Pero siguen ahí los cobardes que se cubrieron con ese trapo sucio. Por ello, habrá que aspirar y esperar que esta “buena nueva” sirva para fortalecer la organización de sus víctimas y agigantar sus ulteriores esfuerzos. Son mis mejores deseos.