En realidad el título que se le otorgó fue El Divo de Juárez. Pero me parece que es inmerecido, porque fue más que un divo. Una diva fue originalmente la prima donna de la ópera, para luego generalizarse en las primeras figuras del mundo del espectáculo, mujer u hombre, en cuyo caso se le denominó divo. Pero mucho antes era el divino del mundo latino como el divo Augusto, una condición más allá de la humana ordinaria, tal como somos usted y yo amigo lector. Ser un divo se me acerca más a lo artificialmente creado, generado para deslumbrar y producir réditos a todo aquello que conforma el entorno del espectáculo. Es como si fueren los coloridos tubos de neón y el foam de Las Vegas, cuando una vez visualizada y fotografiada deja un cierto sabor pasajero de inautenticidad y hasta de vulgaridad. Un fuego artificial que deslumbra y ¡puf!, se diluye.

Un gamín, como lo llaman los colombianos, y que fuere captado en toda su intensidad en los pasteles y plumillas por el pintor colombiano Omar Gordillo Solano, es un niño de origen humilde, indigente, que habita en las calles. Desconozco como se llegó a esa denominación, porque a todas luces deriva del francés que significa niño alegre, bullicioso; y detrás de un gamín hay un drama humano, de un hombre y una mujer, de una ciudad, de un país, de una cultura. Es el niño abandonado por las circunstancias que se cría, si tiene suerte, en un orfanato; de lo contrario en la calle, de un lado a otro, de un abuso a otro, de un hambre a otra, de un desconcierto a otro. Aprenden a sobrevivir de cualquier forma y bajo cualquier circunstancia, robando, lavando autos, limosneando; normalmente terminan en la cárcel, en la guerrilla, en un burdel barato o en el sicariato si logran llegar a la adultez.

Un gamín está marcado por el desamor, en realidad por su ausencia, pero crece con esa carencia que se busca hasta fallecer. Algunos de ellos logran incorporarse al mundo real, o al otro mundo, para llamar de alguna forma al que intentamos habitar. Nuestro gamín fue internado a los cinco años en la Escuela de Mejoramiento Social para Menores de Ciudad Juárez, y a los 13 se escapó para comenzar a deambular por las peligrosas calles de la ciudad fronteriza pletórica de bares, prostíbulos, malvivientes y obreros mal pagados por las maquiladoras, a pesar de la hidalguía del nombre que ostenta.

Y en la calle lo encontró su maestro de manualidades en el internado, Juan Contreras, y lo llevó a su casa, le enseñó música y a fabricar artesanías que vendían a la gente de paso; entre tanto el gamín escribía canciones mientras le sacaba tonos a la guitarra. Y así fue creciendo, buscando, encontrándose con su madre y hermanos que aún vivían; terco hasta ser aceptado como compositor, penetrando resquicios en los cabarets, donde quizá en algunos de ellos se sentó ante un piano el mismísimo Agustín Lara antes de conocer a María Félix.

Se inició cantando como Adán Luna en el bar Nic Teja de Tijuana y luego en el Noa Noa de Ciudad Juárez, y como a la disquera no le gustó el nombre que adoptó cuando comenzó a grabar en 1971, se puso Juan por su protector y Gabriel por el padre que no conoció, me informó mi hijo el salvadoreño.

Claro que tuvo las luces, lentejuelas y marquesinas de un divo, pero detrás de ellas estuvo el gamín que fue. “Crecí entre prostitutas y gays. Yo pensé que la vida era así. No veía nada malo en ella…” le declaró a un periodista. Y se hizo grande entre los grandes no por su voz, musicalización y vestuario sino porque además de ello, la gente, el pueblo se identificó con las letras de sus canciones, su sencillez, bondad y total dominio del escenario que, todo en conjunto, le hizo ser Juan Gabriel cuando dejó atrás el Alberto Aguilera Valadez.