Nuestro mundo se ha convertido en un mar de olas, donde todas están interconectadas, cada una de ellas con su propia identidad, compartiendo marea con las otras, haciendo familia en definitiva. Al mismo tiempo, por desdicha, este cúmulo de ondas en ocasiones germinan violentamente, otras sin latido, desbordadas por la suciedad de una sociedad achaparrada, que no piensa nada más que en el consumo material. Para todo hay que poner límites, si en verdad queremos crecer como especie pensante. La prosperidad no puede ser privilegio de unos pocos. Tampoco podemos seguir desvirtuando lo innato, lo natural, a nuestro antojo. Necesitamos que los vínculos no queden en el vacío, que la economía respete los términos de la sensatez, y que no desfallezca la dependencia del bienestar humano con las relaciones sociales y la justicia.

El efecto contagio, para bien o para mal, y mayormente con el vehículo de propaganda que son las redes sociales, viene generando una inseguridad sin precedentes, con el consabido sentimiento de desazón, que nos deja sin nervio y, lo que es peor, sin brújula de orientación. Los ataques ya no vienen solo por tierra, mar o aire, también están en la nube, en los ciberataques, que como ha dicho un dirigente de Naciones Unidas, “deberían estar recogidos en la Carta de las Naciones Unidas, en su capítulo VII, que define las amenazas y quebrantamientos de la paz y los actos de agresión”. Sin duda, sería un buen avance para la humanidad, al menos yo así lo pienso. Pongamos voluntad y paciencia que lo conseguiremos, máxime sabiendo que el sosiego llega después de amasar mucho amor. Como tantas veces he escrito: Uno tiene que verse en el prójimo para que el mundo cambie.

Los aires no son muy placenteros que digamos. Todo hay que decirlo. La incertidumbre nos saca de quicio, nos desorienta, de ahí la importancia de frenar aquellos agentes que generan inseguridad. En efecto hay que poner barreras, ya no digo militares, sino también políticas, de cooperación y colaboración, de diplomacia y diálogo en suma. Operaciones que han de ser llevadas a buen término con transparencia, para que el que cometa alguna irregularidad, por leve que nos parezca, se le detenga o cuando menos se le paralice la labor contaminante o corrupta. No podemos continuar en ese afán de derroche, sin pensar en los demás, deshumanizándonos, pues todo está integrado hacia lo armónico.

Es indispensable un cambio para construir sociedades avanzadas libres, inclusivas y equitativas, con vocación ecuménica. Tenemos que despojarnos de toda arrogancia dominadora, que lo único que fomenta es el atropello, en lugar de ponernos en asistencia a todo aquel que nos necesita. Ya lo decía Cervantes en su tiempo: “la ingratitud es hija de la soberbia”. En este sentido, no se puede permitir que la República Popular Democrática de Corea, continúe lanzando misiles, violentando resoluciones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Este afán de provocación lo que hace es aumentar mucho más la tensión en el mundo. O ponemos límites para ser cumplidos o esta carrera armamentista nos lleva a la autodestrucción. Yo me quedo con la rogativa de Gandhi: “Mi arma mayor es la plegaria muda”.

Queramos o no admitirlos, en el horizonte de nuestra época, han crecido los signos de muerte, hasta el extremo de quitar la vida a los seres humanos aún antes de su alumbramiento, o también antes de que lleguen a la meta natural del anochecer. Aquellos que aglutinan el poder debieran pensar en esto, puesto que son responsables de esta cultura dominadora, endiosada, omnipotente, que ni escucha, ni acoge. En cualquier caso, y a pesar de tantos acontecimientos dolorosos que a diario nos sobrecogen, no podemos dejarnos invadir por el desaliento, tenemos una historia detrás, y un camino recorrido, que debe ayudarnos a promover un diálogo sincero que nos fraternice. No será fácil, pero tampoco es imposible, a poco que avivemos el encuentro, apoyándose en el sentido común, sabiendo que ingresar en el terreno de los hechos es asociarse al mundo de los límites. Verdaderamente, la naturaleza impone sus propias leyes. No juguemos, en consecuencia, con armas, porque al fin alguien las utilizará en contra nuestra. El que avisa no es traidor. Dicho queda.