El académico venezolano, hoy exiliado en los Estados Unidos, y director del Centro de Estudios Anna Harendt, Alejandro Oropeza, me hace llegar una invitación para analizar en conjunto, lo que representó la Revolución Cultural China.

A pesar de la comodidad instantánea del Zoom, fue un esfuerzo de síntesis construir una imagen de lo acontecido entre 1966 y 1976, que dejó un saldo de unos 15 millones de muertos, exiliados, encarcelados, humillados, torturados, además de destrucción de obras de artes, monumentos, saqueos y profanación de tumbas.

Por fortuna, a la muerte de Mao Zedong en 1976, se dio en el seno del Partido Comunista la esperada reacción frente al culto a la personalidad que se entronizó en el país, y a los abusos de poder de la camarilla de turno, entre ellos los de la Banda de los Cuatro dirigida por Jian Quing, la esposa del líder fallecido; dándose por terminada la Gran Revolución Cultural del Proletariado Chino. Estos cuatro personajillos que parecieren haber sido extraídos de una novela de Stephan King, posteriormente fueron sometidos a juicio y condenados a cadena perpetua.

El hecho es que a medida que intercambiábamos impresiones, fue inevitable preguntarnos si de alguna manera, no había semejanzas con nuestro entorno político. Y sí, el origen de esas expresiones, esa condición psíquica o espiritual se han materializado y se observan actualmente con desconcertante alarma, en variadas manifestaciones individuales y colectivas.

La aparición del llamado Califato islámico -Isis-, sus horrorosos crímenes grabados y colocados en redes sociales, ha sido una de ellas, el atentado contra las Torres Gemelas, la matanza silenciosa de la comunidad kurda por parte de los turcos e iraníes; la aparición del Socialismo del Siglo XXI, quizá por las ramificaciones internacionales y los estragos causados a la humanidad, que han ido desde Londres, Nueva york, Mozambique, Argentina, Palestina y hasta en El Salvador.

El sustento, la esencia en el origen de la revolución cultural china se sustentó en una personalidad desquiciada obsesionada por el control, seguida por una ausencia de criterio colectivo para elegir entre el bien y el mal por razones de comodidad, miedo, codicia o ignorancia que condujo fatalmente a la condición de amoralidad absoluta que no valoriza la vida, el dolor o el daño ajeno. En el fondo subyace el ejercicio del poder, esa condición que pareciere convertirnos en dioses, el estar más allá del bien del mal, asumir que la vida y existencia del otro depende de la voluntad de uno, de quien vive y quien muere, de lo correcto y lo incorrecto. Es el disfrute del ejercicio del absolutismo por parte de un monarca civil, un partido, religión o condición, lo que conlleva el desprecio por la existencia del otro.

La revolución cultural china, decíamos, no solo causó la muerte física de seres humanos sino que decretó la muerte de su significado, evidenciada en la persecución de intelectuales, escritores, artistas, actores, académicos, religiosos y sus expresiones materializadas en monumentos, estatuas y libros, para reiniciar la historia, como si fuera el disco duro de una computadora.

Ahora, observamos como a partir del cobarde asesinato de George Floyd, luego de las colectivas expresiones de justificada indignación, se pasó a la fase de destruir, quemar, decapitar bustos, estatuas asentadas en parques y plazas públicas, desde las de Cristóbal Colón hasta la de Ponce de León.

Es evidente que el anacronismo del absolutismo representa un peligro para las libertades individuales y valores occidentales, que se expresa en múltiples manifestaciones, desde haber profanado la tumba de Bolívar, el ordenar explotar el edificio de encuentro de las dos Coreas por parte de la enigmática y bella Kim Yo-Jong, hermana del líder de Corea del Norte, hasta desconocer una sentencia de un Tribunal Constitucional.