Los Acuerdos de Paz generaron, entre otras cosas, un espacio en la historia que posibilitó un cambio en las reglas y actores de la política. Sin embargo, si bien entraron al juego nuevos actores las reglas del juego no cambiaron.

El surgimiento de la figura de Nayib Bukele como referente del agotamiento de los actores políticos que durante casi tres décadas demostraron su desinterés e incapacidad en gobernar para las mayorías, era un hecho que el momento histórico demandaba. El fenómeno Nayib, como yo le llamo, es la personificación de las necesidades de cambio en la política nacional. Eran necesarios nuevos actores, pero poco se anticipó a la necesidad de nuevas reglas; reglas que pronto han empezado a verse, y que aquellas instituciones o sectores que quieran salir bien librados en este cambio en la política deben comprender para sobrevivir.

La primera regla es que no hay forma. No ha sido necesario el encasilladamente en la institucionalidad partidaria para entrar al juego. En menos de un año se superó el andamiaje de partidos históricos. La forma es flexible, y se adapta a las circunstancias y condiciones que se presenten, especialmente las adversas. Acá no hay acartonamientos ni esquemas fijos, porque a la regla de las formas tradicionales de la institucionalidad se impone la de la demanda misma del nuevo actor y lo que éste representa, y eso implica pragmatismo.

La segunda regla es de la construcción de la agenda política, hasta ahora impuesta por sectores poderosos y canalizada por el ejecutivo o el legislativo. Los primeros días posteriores a la elección presidencial han dejado claro que ya no será ésta la única manera en la que se establecerá la agenda política. El cansancio de no ver los temas que la mayoría demanda para una mejor calidad de vida, sumado a la actitud desafiante de Nayib como nuevo actor político, son más que suficientes para mover la opinión pública hacia los temas olvidados de la agenda pública. La infraestructura escolar ha sido muestra de ello. Una semana atrás ningún político, sector u órgano del Estado tenían en sus preocupaciones la calidad de los centros escolares. Fue suficiente el anuncio del nuevo edificio de la Asamblea Legislativa para no solo cuestionar la falta de prioridades de este país, sino colocar uno de ellos en su debido lugar.

La tercera regla es la de las nuevas plataformas de comunicación y movilización de la opinión pública. Hasta ahora, las reglas y actores de la política llevaron ésta, en especial en campaña electoral, por la vía tradicional del territorio, olvidando que no puede pretenderse que se crean promesas en un territorio donde el Estado está ausente. Llevar el mensaje electoral a la población requirió, por ende, aplicar reglas nuevas que corresponden a una nueva realidad en materia de comunicación. Y allí, las redes sociales, bajo expertos, hicieron su magia.

La cuarta y última regla es la de la construcción de la gobernabilidad, hasta ahora sostenida en mecanismos de trueque, maletines, bolsas, prebendas, asignación descontrolada de recursos públicos a privados, reparto de carteras de Estado, treguas, legislaciones a la medida, concesiones estatales, privatizaciones, etc. La gobernabilidad se ha buscado siempre entre partidos políticos y a puertas cerradas. En pro de ella se ha permitido cualquier cosa en la “conducción” del país. Y en esa lógica, bajo esas reglas, todos los actores desempeñaron su rol buscando cada quien su mejor beneficio o el de sus representados. Por ello, las nuevas reglas incluyen no solo la entrada de un nuevo actor, sino la salida de todos aquellos asociados a las reglas viejas.

Es así que, en este nuevo escenario de new players y new rules, la adaptación de los diferentes sectores será fundamental para garantizar, en primera instancia, su supervivencia, pero además la de la incipiente democracia que ha logrado construirse. Garantizar que los nuevos actores y las nuevas reglas estén en el marco de los intereses democráticos será fundamental para asegurar la permanencia y sostenibilidad de esos cambios que, básicamente, deben enrumbarse a una sola dirección: una nueva manera de hacer política, esa, en la que se comprenda y exija que la mejor política es hacer bien las cosas.