Al ocultarse el sol, con la aparición del primer lucero en el firmamento, el viernes 18 de septiembre los judíos durante dos días dieron inicio a la celebración del Nuevo Año, según el calendario hebreo. El año 5.781 contado a partir del momento de la creación del mundo, según la Torá o, el Pentateuco del Antiguo Testamento (Gn.1,1) para los cristianos.

Los no creyentes, judeocristianos y católicos, nos guiamos por el calendario Gregoriano de 1582 (Papa Gregorio XIII) que se sustentó en el juliano (Julio César) de 365 días o calendario solar. Por su parte, los musulmanes que utilizan el calendario lunar parten del año 622 de n.e, cuando Mahoma tuvo que huir de la Meca a la Medina. No obstante, el gregoriano se asume hoy en día, en casi todos los países del mundo por razones absolutamente prácticas; como la arroba (@) en internet, por ejemplo.

El judaísmo le otorga una connotación de trascendencia al Rosh Hashanah. No es una mera fiesta que celebra el año que termina o el inicio del nuevo, acompañada de trompetitas, pitos, papelillos, champaña y de las uvas del tiempo como sucede cada 31 de diciembre. En la Caracas de antes, muchos hombres vestían esmoquin y traje largo las damas, para recibir el Año Nuevo en los salones del Hotel Tamanaco, el Ávila o en los diferentes clubes privados, con sus respectivas cenas de gala rociadas de champaña, vinos y añejados scotchs.

Los estadounidenses tienen como referencia el mítico Times Square, donde los neoyorkinos se congregan para escuchar y repetir al unísono, la cuenta regresiva del último minuto del año para estallar en algarabía colectiva, en tanto que el resto de los ciudadanos lo sigue por televisión. Por supuesto se encuentra los piadosos que optan por recibir el Año Nuevo en sus respectivos templos de oración.

El hecho es que el Rosh Hashanah, cuya celebración dura dos días, se inicia con una cena y culmina con otra acompañadas por ritos y alimentos muy particulares en su significado, como manzanas, miel, granadas, dátiles, vino kosher, pescados, verduras y pan trenzado (Challah). Por supuesto agradecen al Creador la salud, la vida, la paz, pero sobre todo es el tiempo para repasar sus acciones del año que culmina, recordar los errores, faltas, leves y graves.

Al término de la celebración, inician una etapa de arrepentimiento por las faltas cometidas y la solicitud del perdón divino, que culmina en la fiesta más sagrada del judaísmo: el Yom Kipur o el día de la expiación, del perdón, de la purificación. Los judíos tienen hasta siete niveles de arrepentimientos con sus respectivas exigencias de reparación. Son como los pecados veniales y mortales de los católicos, con el imprescindible “dolor de corazón”, necesario para ser merecedor del perdón divino; no solo es el arrepentimiento sino la penitencia, la necesaria reparación del daño causado. Por ejemplo, los jesuitas asesinados en 1989 en El Salvador que, solo hasta ahora, 31 años después, fue sentenciado un culpable en España, quien fuere en su momento el viceministro de Defensa. La Orden jesuita salvadoreña, no solicita cárcel o reparación pecuniaria, sino la verdad, quienes fueron los autores intelectuales, quién dio la orden.

Para los musulmanes, el arrepentimiento seguido de la intención de no repetir la falta cometida es la única vía para obtener el perdón de Alá, y si el daño es causado a un tercero, debe (en lo posible) ser reparado.

El budismo no ata el arrepentimiento al perdón divino, pero lo considera una virtud imprescindible para alcanzar la paz interna y el equilibrio con la naturaleza.

Bajo estos antecedentes que involucran las diferentes culturas dominantes, no solo valores occidentales, es válido preguntarse si bastaría el arrepentimiento sin pena, de quienes han sido violadores masivos de derechos humanos (incluyo los crímenes contra la naturaleza) en Venezuela, Nicaragua, Cuba o cualquier país, para otorgarle el perdón social y reincorporarlos a la actividad pública o privada, compartida con quienes fueron sus víctimas, sin haber reconocido sus faltas y reparado el daño causado.