A finales de los años noventa del siglo pasado, aún era tema de discusión la propiedad intelectual de las patentes que correspondían a los medicamentos necesarios para paliar los síntomas del VIH-SIDA. En aquel momento de la historia reciente, diversos sectores de la sociedad civil en todo el mundo, alegaban la necesidad de permitir a la mayor cantidad de fábricas de medicamentos e incluso a Gobiernos, producir los fármacos que componían la reconocida “triple terapia” y que fuera capaz de salvar la vida de los enfermos de tal padecimiento, o mejorar la calidad de esta en la mayoría de los casos positivos.

La discusión por supuesto, no era legal y ni tan siquiera constitucional -esto sería esperar demasiado- se trataba más bien, de un dilema ético y moral que tomaba en cuenta las necesidades de los países más pobres de África y en el que participaron diversos sectores entre aquellos que se planteaba si era lícito o inmoral, para los grandes laboratorios y sus firmas comerciales, percibir una ganancia por la producción de una cura destinada a paliar lo que por primera vez mi generación conocía con el nombre de “pandemia”, y que lamentablemente es tan común en la actualidad.

Eran los años noventa y desde hacía una década los enfermos de VIH-SIDA se contaban por miles y sus muertes se multiplicaban en medio del rechazo o la indiferencia de los sectores más tradicionales, incluyendo aquí en El Salvador a algunas iglesias, para las que este padecimiento era considerado ya entonces como un “castigo divino” o un “signo de los tiempos”.

Entonces las fuentes de información, al menos en América Latina, no tenían los alcances ni la disponibilidad que poseen hoy. El debate estuvo limitado a ciertos países y tres décadas después ha caído en el olvido. Pero vale la pena recordar que este no es un tema agotado.

El reconocimiento del derecho a la salud, que abarca desde el acceso a los servicios hospitalarios, hasta la administración y distribución gratuita y equitativa de medicamentos para los pacientes que lo necesitan, ha sido una conquista de quienes desde hace más de cuarenta años abogan por los derechos económicos, sociales y culturales, muchas veces considerados como derechos de segunda categoría y no de “segunda generación”, como su historia y la teoría jurídica lo enseñaba.

Ahora, que con el nuevo año se inicia la distribución global de varios tipos y marcas de vacunas destinadas a combatir la proliferación del coronavirus, debemos preguntarnos sobre el origen y los costos de estos medicamentos, sobre los criterios para su distribución global y las políticas de aplicación en nuestros respectivos países.

En primer lugar –insisto- subsiste el dilema ético y moral sobre la existencia de ganancias por la producción de la vacuna, en mi opinión, los procesos de investigación, desarrollo y producción de las vacunas deberían ser subsidiadas por los gobiernos en la medida de sus posibilidades, haciendo de estos fármacos un “bien público global”.

En segundo lugar, la recepción del medicamento no puede ser objeto de propaganda política o manipulada al servicio de sectores específicos de la sociedad. La pandemia ha puesto en riesgo a la humanidad y la cura no puede ser considerado el triunfo de una parte mínima de esta, cualquiera que sea. Ejemplos de esta politización de la vacuna se han tenido en las últimas semanas en México, Argentina y Chile, donde la escolta policial o militar de los primeros lotes de vacunas, precedidos del discurso oficial de cancilleres o ministros de salud, deja un mal sabor sobre lo que debería ser la comunicación política en un momento de zozobra generalizada, para decir lo menos.

Finalmente, la administración de las vacunas debe garantizar su aplicación prioritaria entre trabajadores de la salud de todos los niveles y sectores, así como entre adultos mayores y personas más vulnerables. Ningún país se mantendrá a salvo de la enfermedad, si la aplicación de la vacuna en los países vecinos se basa en favoritismos políticos, medidas populistas o practicas xenófobas que dejen fuera del beneficio, y por tanto del goce del derecho universal a la salud, a aquellos que consideren ajenos, extranjeros u opositores.

Y es que reafirmarlo aquí no es ninguna exageración, teniendo en cuenta la clase de gobernantes que -con excepción de Costa Rica- nos gobiernan en Centroamérica.