Juan Antonio Recinos Méndez, tenía 21 años edad y un futuro promisorio. Era becario de la Fundación Educando a un Salvadoreño (FESA) y de FundaMadrid, además jugaba en el Vendaval de Apopa en la Segunda División del Fútbol profesional de El Salvador, donde destacaba como un veloz puntero y lateral.

El 25 de junio del año pasado salió de su casa en Apopa para juntarse con unos amigos y jamás regresó. Desde entonces su madre Teresa y su padre Juan viven angustiados esperando que su hijo “Toñito” regrese vivo o que alguien les diga donde yacen sus restos. Ellos no pierden la esperanza, aunque ya lo buscaron en hospitales, cárceles y en todo sitio posible.

Hay momentos en que Juan y Teresa flaquean y caen en depresión, especialmente porque ni la Policía Nacional Civil ni la Fiscalía General de la República parece que quieren ayudarles a encontrar a su hijo vivo o muerto. Teresa sueña que su hijo regresa vivo y que se funden en un intenso abrazo, pero despierta y llora desconsolada. Vive preguntándose que hizo de malo para merecer esa desgracia-

Toñito solo es una cifra para las autoridades. En 2020 al menos 2,251 personas fueron desaparecidas, la mayoría por obra y gracias de las pandillas, llamadas organizaciones terroristas por la Sala de lo Constitucional. De esa cantidad 1,601 fueron clasificadas como privaciones de libertad y 650 como desaparecidos. Da igual si son privaciones de libertad o desapariciones, pues el dolor para las familias salvadoreñas es el mismo. “Un pariente, especialmente un hijo desaparecido es un luto permanente que con el tiempo se profundiza y provoca quiebres en el alma de los dolientes”, me dijo el psicólogo Marvin Osmín Portán. “No es lo mismo tener a un pariente muerto o preso, que tener a un desaparecido, la incertidumbre pesa demasiado. Acongoja para siempre”, añadió Portán.

Las cifras de la Fiscalía reflejan que en promedio seis personas, la mayoría jóvenes cuyas edades oscilan entre los 17 y 35 años, desaparecieron en El Salvador. Esta situación se dio pese a la cuarentena motivada por el Covid-19. A los pandilleros no les importó la situación sanitaria del país y siguieron haciendo de las suyas, sembrando dolor entre las familias salvadoreña.

De los 2,251 personas desparecidas muchas fueron encontradas muertas y enterradas en fosas clandestinas. Algunos, los menos, fueron encontrados vivos. La mayoría sigue sin ser encontrados vivos o muertos. Las autoridades, en muchos casos, han justificado que han disminuido la intensificación de búsqueda de las personas desaparecidos porque tienen como prioridad atender la pandemia. Es el caso de Miguel Ernesto Cisneros Rosales, un joven de 20 años que yace desaparecido desde la Semana Santa del año pasado. A Miguel Ernesto, un joven Testigo de Jehová, lo desparecieron en la periferia de Olocuilta y pese a que casi todo el pueblo sabe quiénes y como lo desaparecieron (mataron) y donde lo enterraron, hasta la fecha las autoridades han hecho poco o nada.

Miguel y Sara los padres de Miguel Ernesto, se cansaron de pedir ayuda a la PNC y la Fiscalía, porque simplemente no les ayudan. Ellos han dado toda la información necesaria, pero el joven solo es una cifra más para las autoridades. El día que desaparecieron a Miguel Ernesto estaba trabajando, pues era repartidor en motocicleta de tambos de gas y había salido a dejar un pedido a la periferia donde fue interceptado por pandilleros que le robaron la motocicleta y se lo llevaron a la fuerza al sitio donde supuestamente lo mataron y enterraron. Con toda esa información disponible, hasta ahora la PNC y la Fiscalía han hecho poco o nada por buscarlo.

“Hay momentos en que creo que todo es una desgraciada y horrible pesadilla, todo el tiempo paso deprimida pensando en mi hijo, daría todo por volverlo a abrazar”, me dijo Sara, sin contener las lágrimas y mientras abrazaba a su nieto, de un año, hijo de Miguel Ernesto.

Como los padres de Miguel Ernesto y Toñito, hay miles que viven la angustia por sus seres queridos desaparecidos. Algunos desde hace lustros o décadas esperan el retorno de sus hijos o que alguien les entregue sus restos para darles cristiana sepultura. Si en 2020, en medio de la pandemia hubo 2,251 desaparecidos, en 2019 los desaparecidos fueron 3,175. Es cierto que las cifras bajaron, pero no lo suficientepara vanagloriarse. Lo ideal sería cero desaparecidos. O ¿acaso el Plan Control Territorial no implica erradicar las desapariciones forzosas luchando contra quienes se encargan de esa abominable práctica?