Fernando Villavicencio era un personaje de la política ecuatoriana valiente y decidido. Había sido periodista y se volvió un valiente y combativo denunciante de la corrupción y el narcotráfico en su país, perseguido, exiliado, amenazado, finalmente llegó a ser candidato presidencial hasta que las balas de sus asesinos lo silenciaron la semana pasada.

Villavicencio había denunciado la terrible corrupción del socialista Rafael Correa -prófugo en Bélgica y adorado aún por la izquierda latinoamericana- y la de su sucesor, Lenin Moreno. Pero también había denunciado a las mafias, al narcotráfico que ha convertido a Ecuador en un país al borde del abismo, con una violencia e inseguridad inéditas y que inevitablemente ha llevado a compararse con la situación de Colombia en aquellos horribles años 80 y 90.

Tristemente el asesinato de Villavicencio solo es el síntoma mayor de una sociedad que está ahogada por la violencia del narcotráfico y el crimen organizado, en un país políticamente caótico donde es habitual que los presidentes no completen sus periodos de gobierno, o hayan casos escandalosos de corrupción como una pomposa hidroeléctrica llena de grietas construida con financiamiento chino y por la que nadie responde.

Durante los últimos cinco años, Ecuador ha vivido un auge del narcotráfico con efectos múltiples: se quintuplicaron los homicidios, las cárceles se volvieron escenario de la guerra entre pandillas, los asesinatos políticos como el de Villavicencio se han vuelto comunes y decenas de jueces y oficiales militares y policiales han sido acusados de colaborar con el crimen. Difícil situación, enormes desafíos para quien resulte electo el 20 de agosto.