Otto Pérez Molina tuvo que renunciar abruptamente en 2015 en medio de multitudinarias protestas en Guatemala por las revelaciones de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala que junto a su vicepresidenta, Roxana Baldetti, habían establecido un mecanismo de defraudación aduanero conocido como “La Línea”.

El escandaloso caso reveló no solo una inmensa trama de corrupción que iba desde los mandos más bajos de las aduanas portuarias guatemaltecos hasta el mismo presidente de la República de Guatemala que recibía millonarios sobornos y extravagantes y suntuosos regalos de la banda enquistada en el Estado. La CICIG procesó primero a Baldetti y cuando fue evidente el involucramiento de Pérez Molina y la pérdida de apoyo del Congreso, no le quedó otra que renunciar.

Este miércoles, un tribunal guatemalteco condenó a Pérez Molina y Baldetti a 16 años de prisión -ya han pasado siete tras las rejas- por defraudación aduanera y asociación ilícita, pero el tribunal trató con manos de seda al otrora binomio presidencial y los eximió de dos graves delitos: enriquecimiento ilícito y cohecho por “falta de pruebas”.

El caso de Guatemala nos ilustra cómo la corrupción es capaz de cooptar un estado completo. También nos ilustra cómo se puede investigar y procesar a funcionarios involucrados en esos actos. Y aunque no todo salió como se hubiera esperado, una vez más Guatemala da una ejemplar lección a la región. Su pueblo logró la renuncia de Pérez Molina con aquellas masivas manifestaciones de hace siete años y ahora se ha logrado una importante condena judicial.