Mientras en El Salvador se vivía las fiestas agostinas, dos hechos marcaron con preocupación la realidad de dos países centroamericanos vecinos. Primero, en Guatemala fue arrestado el reconocido periodista José Rubén Zamora, bajo cargos fabricados por fiscales señalados por corrupción.

Zamora ha sido el principal denunciante de casos de corrupción en varios gobiernos en las últimas décadas. El arresto se produce en momentos que el presidente guatemalteco pasa por sus peores momentos de aprobación, denunciado por múltiples irregularidades en la función pública. El claro objetivo ha sido acallar a Zamora y a todos los medios críticos, algo que ha recibido la condena generalizada de la comunidad internacional.

En Nicaragua, la dictadura de Daniel Ortega ha desarrollado una feroz represión contra la iglesia católica, primero cerrando sus emisoras, profanando templos, golpeando a fieles católicos mientras rezaban, asediando y acosando sacerdotes. El peor de esos momentos ha llegado con el arresto domiciliar del obispo de Matagalpa, Rolando Álvarez, en un caso que parece sacado de una novela demoníaca, demencial que solo puede ocurrirsele a la pareja que gobierna ese país, Daniel Ortega y Rosario Murillo.

La iglesia nicaragüense sufre una persecución y martirio -como bien lo describió el cardenal Rosa Chávez- que no tiene precedentes en la historia de Centroamérica. Estas dos situaciones en la región son repudiables en todo sentido, son imágenes que no deben repetirse ni en esos países ni imitarse en El Salvador. Nicaragua hace rato que perdió su democracia y Guatemala parece ir por el mismo camino. Son rutas que debemos evitar a toda costa.