Lo sucedido el fin de semana en la capital brasileña parecía una réplica sudamericana del asalto de los trumpistas al Capitolio en Washington casi un año antes. Un grupo de extremistas que no aceptan los resultados electorales pretenden destruir los cimientos de la institucionalidad democrática y toman por asalto los principales edificios de Brasilia.

Los hechos son de suma gravedad y no tienen precedentes históricos recientes en la historia reciente de Brasil que no ha tenido una guerra civil en casi dos siglos. Ahora, enardecidos y radicales simpatizantes del mandatario saliente de extrema derecha, Jair Bolsonaro asaltaron las sedes del Congreso nacional, del Tribunal Supremo y el palacio presidencial de Planalto, en Brasilia.

La reacción casi generalizada ha sido respaldar al presidente Luiz Inácio Lula da Silva, quien recientemente ha iniciado su tercer periodo presidencial. Lula en si es un personaje controvertido, cuyo legado ha sido ensombrecido por una serie de señalamientos de corrupción.

Pero independientemente de Lula y Bolsonario, son hechos que se deben repudiar porque socavan la institucionalidad democrática, el orden y buscan imponerse con el vandalismo y la destrucción voluntades particulares sobre las voluntades de las mayorías expresadas en las urnas.

Ahora el gran desafío de Lula será unir su país al mismo tiempo que imponga mano firme para aplicar justicia, pero sin desbordes de autoridad ni venganza. Esperemos que Brasil, el país más grande y más rico de América Latina, pueda encontrar un camino para su estabilidad política y económica.