El 8 de mayo de 1944 llegó a su fin el régimen dictatorial del brigadier Maximiliano Hernández Martínez. Una intentona militar el 2 de abril y una extensa huelga de brazos caídos condujo al final de esos trece años de dictadura, a los que terminó de precipitar al abismo el vil asesinato del adolescente estadounidense José Wright Alcaine a manos de un policía nacional. El exgobernante huyó a Guatemala, Estados Unidos (en Miami), Venezuela y se radicó en Honduras durante casi dos décadas, hasta su muerte bajo el machete de su propio chofer y ayudante.

Un año después de la salida del Poder Ejecutivo del brigadier teósofo, se producía la caía de Adolf Hitler y su régimen nazi. El ejército rojo de la Unión Soviética y los aliados bombardearon Berlín y otras ciudades, las que cayeron poco a poco ante el avance de las tropas de artillería e infantería. Desde las playas francesas de Normandía en el Día D de la operación Overlord, los días del régimen del terror nazi estaban contados.

Poco a poco, desde mayo de 1945, el mundo comenzó a enterarse de diversos secretos e intimidades de los últimos años de Hitler y sus jerarcas en el poder. Se supo más de la Solución Final emprendida contra las comunidades judías residentes en Europa y los múltiples procesos de exterminio emprendidos contra ellas, gitanos, musulmanes, católicos, limitados físicos y mentales, homosexuales, etc. Los defensores de las ideas hitlerianas de la raza aria no podían soportar las diferencias, pero se hicieron los del ojo pacho con personajes como el temido ministro de propaganda Goebbels, que no sólo era todo lo contrario a los arios, sino que se autoconstruyó una leyenda de ser la cabeza de una de las mejores familias de Alemania. Tanto que prefirió asesinar a sus numerosos hijos y a su esposa dentro del búnker final en Berlín.



Mientras las tropas aliadas aún batallaban contra los ejércitos y armadas de Japón en el Pacífico y en diversos territorios del sudeste asiático, en Europa debían sofocarse los últimos focos de resistencia militar nazi y emprender las primeras acciones para socorrer a una población afectada por el odio racial, la guerra, el hambre, las enfermedades y la inminente llegada del invierno en medio de ciudades devastadas por las bombas y la metralla. Tanto en las batallas como en las labores de reconstrucción tomó parte más de un soldado salvadoreño enlistado en la Real Fuerza Aérea del Reino Unido o en las distintas ramas del ejército estadounidense.

Desde mayo de 1944, los sucesivos gobiernos del general Andrés Ignacio Menéndez, coronel Osmín Aguirre y Salinas y general Salvador Castaneda Castro recibían constantes solicitudes para que se reconociera la validez de cientos de certificados de nacionalidad salvadoreña, extendidos desde Ginebra (Suiza) por el consulado general a cargo del coronel José Arturo Castellanos. El Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) describía que había miles de personas alojadas en campos de concentración e ILAGs (centros para la detención de ciudadanos de países en guerra con Alemania, pero sin ejércitos efectivos en los teatros de operaciones) que poseían esos papeles y deseaban saber si los podían intercambiar por otros prisioneros de guerra. En su mayoría, aquellas personas eran oriundas de Hungría y Rumanía, judíos y gitanos perseguidos que pudieron salvarse del Holocausto gracias a esa enorme operación ilegal y clandestina que permitió rescatar a más de 50,000 personas en diversos territorios ocupados por las divisiones nazis.

Pero también había alemanes que, en febrero de 1942, fueron capturados en distintos puntos de El Salvador y llevados en barcos y trenes hacia campos de detención abiertos en el sur de Estados Unidos. Muchos de ellos deseaban ser canjeados para retornar a Alemania, pero otros deseaban volver a El Salvador, donde estaban sus esposas y sus descendientes. También querían saber el destino de sus bienes confiscados por el gobierno martinista, basados en las famosas listas negras emitidas por Estados Unidos y Reino Unido. Lo que ignoraban era que el brigadier Hernández Martínez ordenó la creación de una Oficina de Bienes Intervenidos, que administró cada propiedad y centavo. Los que retornaron recibieron todo lo confiscado más las ganancias logradas en los años que permanecieron en territorio estadounidense. Uno de ellos fue el agricultor y después filántropo Walter Thilo Deininger.



Con la derrota en el frente europeo, Alemania volvió a sumirse en una depresión social como la que sobrevino tras la firma del Tratado de Versalles al final de la Primera Guerra Mundial. El pueblo alemán se sentía humillado y traicionado. El mundo acusaba a muchos alemanes de ser nazis, colaboradores o verdugos silenciosos de muchos grupos étnicos. Hubo quienes no soportaron la enorme presión y se suicidaron, se exiliaron con nombres cambiados en diversas naciones o se dedicaron a delatar a sus vecinos y familiares ante las fuerzas de ocupación. Mientras, los jerarcas sobrevivientes del nazismo eran procesados y condenados a muerte por el tribunal internacional de Nüremberg. El mundo de la posguerra trazaba así sus líneas futuras frente a los genocidios y otras formas despiadadas del odio racial y social. En todo ese proceso jurídico internacional asomaba el trabajo del diplomático y abogado salvadoreño Dr. José Gustavo Guerrero, juez y presidente de la Corte Permanente de Justicia Internacional (La Haya, 1937-1945) y de la Corte Internacional de Justicia (La Haya, 1946-1949, aunque su labor como juez duró hasta 1958).

El papel internacional del Dr. Guerrero se vio manifiesto también en la Conferencia de San Francisco, entre abril y junio de 1945, en que en esa localidad californiana se dieron cita 50 naciones aliadas para configurar el Sistema de las Naciones Unidas de la posguerra. Imbuido de ese mismo espíritu diplomático, el gobierno salvadoreño del teniente coronel Óscar Osorio decidió dar un paso hacia el futuro. El 30 de julio de 1951, en la Casa Presidencial del barrio de San Jacinto, el gobernante nacional llegado al poder tras el golpe contra Castaneda Castro, el 14 de diciembre de 1948, estampó su firma en el decreto ejecutivo 162 y marcó así el fin del estado de guerra entre El Salvador y Alemania. Casi una década de beligerancia, más allá del papel, llegaba a su fin.

En el equipo de trabajo del canciller salvadoreño Roberto Edmundo Canessa (1912-1961) había varios juristas y diplomáticos de renombre. Ellos asumieron que, aunque Alemania se había partido en dos tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, aquella situación no podía perdurar de forma eterna, por lo que el acuerdo firmado por Osorio establecía que El Salvador suscribía la paz con la República Federal Alemania (FRG, la zona occidental bajo supervisión de los aliados) a la espera de que alguna vez se reunificara con la República Democrática Alemana (DDR), bajo control del régimen soviético. Así, aquel documento se adelantaba en varios meses a la iniciativa del premier soviético Stalin, quien el 10 de marzo de 1952 envió una nota a los negociadores internacionales para proponerles la reunificación de Alemania, pero sin que su territorio fuera ocupado por tropas de las potencias aliadas. Las cuatro notas sucesivas emitidas desde Moscú fueron rechazadas.



Mientras aquellas negociaciones se daban en torno a Alemania y concluirían con la imposibilidad de suscribir un acuerdo final de paz y su reemplazo por el de la Comisión Europea de Defensa (26 y 27 de mayo de 1952, base de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, OTAN), la República de El Salvador también había tomado parte en la ronda negociadora conjunta en el puerto californiano de San Francisco para alcanzar un tratado de paz con Japón, que se firmó el 9 de septiembre de 1951. En ese acuerdo, El Salvador renunció a cualquier remuneración de guerra por parte del imperio japonés y le expresó su apoyo ante los reclamos soviéticos por la isla Sajalín.

Inspirados por todas esas negociaciones en el ámbito internacional, el canciller Canessa y otros destacados diplomáticos de la región se reunieron en San Salvador para discutir y dar origen, el 8 de octubre de 1951, a la Organización de Estados Centroamericanos (ODECA), relanzada en Tegucigalpa, en diciembre de 1991, bajo el nombre de Sistema de la Integración Centroamericana (SICA). De esa manera, el proceso de integración centroamericano es uno de los más antiguos del mundo contemporáneo.

Desde hace siete décadas, los pueblos y gobiernos de El Salvador y Alemania mantienen la paz mutua y promueven cooperación y desarrollo conjuntos, de forma bilateral o como parte de las Naciones Unidas. Hay mucho que investigar, escribir y publicar acerca de la larga historia que une a estas dos naciones. Sin embargo, lo importante es el reconocimiento de que la guerra y las dictaduras no son caminos para el futuro, como tampoco lo es no apostar por las ciencias, las humanidades y las tecnologías. La transferencia tecnocientífica, las becas de alto nivel, las apuestas por la educación, el trabajo de muchas fundaciones alemanas y su apoyo por los derechos humanos en El Salvador marcan esa historia conjunta de ayer, hoy y mañana.