Las cárceles prácticamente se organizaron durante la oscura etapa medioeval, bajo la concepción criminológica de que debían ser, además de sitios de encierro para los infractores de la ley, lugares de tormentos diversos, para que todo privado de libertad ambulatoria, padecieran también de castigos corporales y otras medidas de sufrimiento, tanto físico como psicológico, como una forma de hacerlos sentir el peso de la autoridad estatal por los ilícitos cometidos, que los condujeron a ser juzgados y condenados por los jueces implacables de aquel lejano tiempo.

Para quienes cursamos la asignatura de Criminología, nos horrorizamos cuando nuestro catedrático nos relató, por ejemplo, el caso de “La muñeca de Nuremberg”: un artefacto humanoide de hierro sólido, con un cavidad suficiente para que diera cabida a un ser humano, al que después le cerraban la puerta metálica donde, hábilmente, se le habían anexado objetos cortopunzantes que ocasionaban heridas diversas al infeliz que le aplicaban ese castigo, con la finalidad de que se hiciera responsable de un delito del que lo acusaban, muchas veces sin prueba alguna.

Según narraban ancianos de nuestro país, hubo una época, donde la Guardia Nacional, al capturar por ejemplo a un acusado de homicidio, después de interrogarlo con severidad verbal que incluía insultos y amenazas, éste negaba ser el autor del ilícito que le achacaban, los agentes entonces procedían a cubrirle el rostro con un pedazo de tela gruesa, de tal manera que el detenido no pudiera respirar y quien, al sentirse desfallecer, gritaba que “confesaría”, con lo cual le retiraban lo que era conocido como “la capucha” y firmaba “el parte” de la GN, que era considerado por el juez de la causa, como una confesión “libre y voluntaria” del indiciado, aceptando ser el autor del crimen.

Quien escribe, en mi juventud universitaria, me opuse a los procedimientos dictatoriales del mandatario de los años 60 del siglo pasado, el coronel José María Lemus, precisamente formado en la Guardia Nacional, quien cometió varias acciones sangrientas (registradas en nuestra dolorosa historia nacional), en cuyo tiempo fui capturado mientras caminaba por una calle y conducido a la Policía Nacional donde me negué a firmar una declaración en la cual habían escrito que yo recibía dinero desde Cuba, para promover el asesinato del mandatario y otras torpezas que nunca cruzaron por mi mente, como líder de mi facultad y redactor del periódico “Opinión Estudiantil”, junto a Roque Dalton y otros más.
Como insistí en mi actitud negativa, fui sometido a crueles tormentos físicos, hasta fracturarme dos vértebras cervicales y firmé, a la fuerza, esa declaración falsa que fue aceptada en mi contra por la FGR de tan oscuro período, pero gracias a que Lemus fue depuesto poco después, pude librarme de un largo tiempo de encierro penitenciario, sin culpa alguna.

La moderna Criminología recomienda, desde hace varios lustros, que los centros penales no deben ser sólo para encierro permanente de personas que han sido encontradas culpables y sentenciadas a prisión ante un tribunal de justicia, con debida asistencia de defensores privados o públicos, aparte del que el ilícito esté contemplado y regulado en el correspondiente Código Penal, sino también deben ser centros de readaptación socioeducativa y laboral. El que alguien sea autor de un ilícito reprochable, no le resta nada a su condición de ser una persona humana psicofísica y que, en tal sentido, si fue confinada y aislada por la sociedad, sigue conservando derechos naturales como recibir buen trato y respeto en su detención, acceder a programas de readaptación, aprendizaje de oficios, cursos educativos, reposo y alimentación saludables, participar en actividades religiosas, deportivas, culturales, etc.

Transformar al delincuente de ayer, en una persona honesta y responsable, es hoy la filosofía que impulsa la Criminología actual, a tal punto que en el ramo de Justicia del Órgano Ejecutivo, funciona la Dirección General de Centros Penales y de Readaptación, donde no solamente hay vigilantes, sino también abogados, maestros, psicólogos, trabajadores sociales, etc.

Que el presidente Bukele persiga y aprese pandilleros, nadie objeta lo contrario. Es parte de su función gubernamental, conservar y procurar la tranquilidad y la seguridad de quienes vivimos en este sufrido país, sin distinción alguna. Pero desechar la readaptación e implantar medidas de mayor sufrimiento a quienes están prisioneros, es también reprochable y riesgoso, porque ese obsoleto tipo de respuesta, puede provocar que los delincuentes aún no capturados, realicen peores acciones contra los ciudadanos “de a pie”, que no tenemos siquiera un guardaespaldas, que nos proteja de ellos. Exhortamos al presidente Bukele a que rectifique. El camino que comienza a recorrer, a la postre, podría resultar peor para la seguridad ciudadana. Apoyamos el combate a la delincuencia pandilleril, pero con un accionar inteligente y muy distinto al de querer devolver mal con mal...