El 27 de septiembre del 2001, en el marco de la realización del quincuagésimo período de sesiones de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas –la ONU– se distribuyó el informe de su secretario general titulado “La situación de Centroamérica: procedimientos para establecer la paz firme y duradera, y procedimientos para la configuración de una región de paz, libertad, democracia y desarrollo”. Recién había cumplido cuatro años Kofi Atta Annan en el cargo; entonces, el economista ghanés veía con optimismo el futuro de la región. “A medida que la lucha –iniciaba su informe, refiriéndose a los conflictos armados que tuvieron lugar en esta durante el decenio de 1980– dio paso a iniciativas de reconciliación y programas destinados a fomentar el desarrollo sostenible, se establecieron los cimientos de unas nuevas sociedades libres de las desigualdades estructurales que alimentaron la guerra hace más de doce años”.

Que veía con optimismo el escenario, dije antes; perdón, corrijo: fantasioso al extremo, diría mejor, hace más de dos décadas Annan alucinaba y nos pintaba un cuadro pletórico de ilusiones acerca del presente y el futuro guatemalteco y salvadoreño, sobre todo. Razón había, por lo hecho hasta entonces, para el aplauso y la felicitación. Solamente haber sentado a los bandos salvadoreños enfrentados en el campo de batalla a negociar el fin de los combates y llevar hasta un final feliz dicho esfuerzo era meritorio. Pero Annan no debió haber pecado de, al menos, ingenuo. Porque en los acuerdos mediante los cuales se logró eso, no se establecieron las condiciones necesarias para instaurar las bases de sociedades medianamente justas por favorecer a sus mayorías populares excluidas. Lo más que se alcanzó a lograr acá fue crear el Foro para la concertación económica y social, cuya fugaz existencia no le hizo ni cosquillas al poder oligárquico. Igual ocurrió en Guatemala.

En Honduras los militares consumaron un golpe de Estado en el 2009 y el presidente electo en las urnas, Manuel Zelaya, tuvo que abandonar el país. La represión criminal de la protesta popular contra esa acción antidemocrática, no se hizo esperar. Y en Nicaragua, sobre todo a partir de abril del 2018, Daniel Ortega y Rosario Murillo sacaron sus perversas garras y regaron con sangre joven el suelo de la patria de Sandino.

Al día de hoy, en la tierra del quetzal no sé sabe qué pasará. ¿Tomará posesión en enero del 2024 Bernardo Arévalo, electo presidente este año que está por extinguirse? Y en el país contiguo, el nuestro, Bukele ya echó mano de variadas marrullerías imaginables e inimaginables para ponerse en el pecho la banda dictatorial dentro de menos de seis meses mediante su reelección inconstitucional y se prepara -con soldados y policías- para enfrentar las protestas sociales que puedan gestarse en su contra durante el próximo quinquenio por causas económicas, sociales y hasta políticas. Incluso en Costa Rica no andan tan bien las cosas pues la violencia criminal, generada principalmente por el narco, le está haciendo un daño inusual y tiene alborotada a una sociedad tica que observa estupefacta los presidenciales arrebatos, berrinches y otras manías que están a la orden del día. En Panamá, la gente acaba de finalizar una exitosa lucha sostenida de calle en oposición al inicio de las actividades extractivas de una empresa minera foránea y por la corrupción gubernamental.

De este último escenario combativo hay que aprender; también del Movimiento Semilla chapín. Asimismo, hay que comenzar a dejar de escuchar los cantos de sirena como los que resuenan en medio de la parafernalia bukeliana acá. Las soluciones a los males que han afectado y afectan a las mayorías populares de la región centroamericana no hay que buscarlas, como se ha acostumbrado hacer, arriba y afuera de esas realidades oprobiosas y lacerantes. No, por favor. Las salidas de esos tenebrosos y dolorosos escenarios hay que ubicarlas en el abajo y adentro, entre el sufrimiento del pueblo pero también desde su creatividad. Experiencias hay en los países vecinos al nuestro y en el nuestro también, solo que más lejanas y violentas.

Que no pretendan y consigan ocultarlas, manosearlas o desfigurarlas afirmando -por ejemplo- que fueron una farsa las guerras sucia, guerrillera y militar libradas en El Salvador desde antes de 1970 y hasta inicios de 1992, así como los acuerdos que las finalizaron. Hay que escudriñar el pasado, ubicar sus lecciones para bien o para mal y aprender de estas. Todo ello, trabajando con paciencia y tenacidad en la educación y la organización desde la dimensión política de la defensa de nuestros derechos. Porque Camilo Torres tenía razón: la lucha es larga; entonces, ¡comencemos ya!