Cuando a mediados del siglo pasado, siendo un niño pequeño, llegué desde Jucuapa a San Salvador, nuestra arbolada capital de ayer tendría unos cien mil habitantes y sus límites geográficos no pasaban del área poniente por el Hospital Rosales y hacia el oriente se tenía el enclave ferroviario de La Garita hacia Villa Delgado, que se originó al integrarse tres pueblitos indígenas en uno solo. Frente al Parque Barrios, la hermosa catedral metropolitana, construida de madera bellamente adornada, mientras que en sus cercanías el Palacio Nacional albergaba a los tres órganos del Estado, en cuya cuadra norte se ubicaba la Universidad Nacional. La primera jornada laboral pública y privada cerraba exactamente al mediodía, cuando desde el centro se escuchaba ulular “la sirena” de La Prensa Gráfica por casi un minuto. Los almacenes dejaban sus vitrinas abiertas para que las gentes observaran sus productos, mientras las personas empleadas se dirigían presurosas a su almuerzo en comedores pequeños o en el mercado cercano de El Emporium, ubicado enfrente de dicho periódico, cuyo edificio estaba sobre la tercera calle poniente.

Por esa misma época (1951), comenzaron a llegar desde México unas revistas de historietas cómicas que les llamaban “paquines”, que contenían desde cuentos tenebrosos, aventuras bélicas, romances fallidos, hasta divertidas figuras de Walt Disney, hoy clásicas, como Pato Donald, Ratón Mickey, etc. que eran las de mi predilección, sobre todo cuando leía las “maquinaciones” de un grupito de perros con cuerpos humanos, llamados “Los chicos malos”, que usaban antifaces y quienes se desvivían tramando cómo penetrar a las férreas bóvedas repletas de dinero que poseía el Tío Rico Mc. Pato, un viejo escocés más avaro que un gato en crisis de hambre.

Asimismo, por esos meses, llegó deportado de México, un joven salvadoreño a quien llamaremos “El Chino” que se hizo jefe de una banda de ladronzuelos, entonces una rareza delincuencial, a la que denominó, precisamente, “Los chicos malos” y quien, utilizando un cortador de vidrio con punta de diamante, robó una céntrica joyería, exactamente cuando los empleados salieron a su almuerzo, pero dejando, como era costumbre, las vitrinas expuestas con productos, sin la protección de cortinas metálicas. Rodeado por sus compinches, “El Chino” se acercó al negocio y con su artefacto hizo una abertura en la vitrina y comenzó a tomar relojes, anillos, cadenas de oro, pulseras, etc. Todo cuanto pudo alcanzar lo iba echando en bolsas que cargaban “sus chicos” y después salieron caminando tranquilamente hasta perderse, mientras las gentes pasaban presurosas por satisfacer su necesidad de almorzar y retornar a sus labores vespertinas, que duraban hasta las cinco de la tarde.

Los diarios capitalinos publicaron la noticia del audaz robo en primera plana y la policía nacional envió a sus más sagaces y temidos investigadores (entonces llamados “los judiciales”), quienes de algún modo que ignoro, pronto dieron con El Chino en un sector de aquella villa agreste de Soyapango del pasado y lo detuvieron. Así terminó en fracaso lo que parecía iba a ser “el robo del siglo”. Una vez más los chicos malos perdieron su hazaña malévola.

Hoy, nuevos chicos malos, aunque utilicen tecnologías modernas, tramas sutiles, prometedoras ganancias prontas en forma fácil y sin muchos riesgos, tal como empiezan a publicarse en las denuncias interpuestas y en las resoluciones de causas penales en los tribunales del país, todo eso nos hace indicar que aun cuando surjan otros chinos como el de la historia que narro, y aunque integren sutiles bandas de chicos malos, tal vez no analfabetas como los del ayer lejano, sino gentes instruidas en aulas universitarias, siempre recuerdo un consejo que aprendí de un investigador estadounidense, al que conocí en los varios años iniciales que laboramos en la Academia Nacional de Seguridad Pública (ANSP), nacida de los Acuerdos de Paz firmados en México en enero de 1992, durante la administración del presidente Alfredo Cristiani Burkard: “El crimen nunca paga bien. Tarde o temprano, el brazo fuerte e implacable de la justicia siempre alcanza a los delincuentes”. Tal vez los chicos malos de ahora no usan cortadores de vidrio, sino técnicas informáticas... ¡Pero ellas mismas serán después las principales huellas en la comisión de sus ilícitos!... No tengo la menor duda.