El conflicto ruso/ucraniano nos demuestra, una vez más, que el mundo moderno ya no puede estar aislado de los sucesos, buenos o malos, que se producen en cualquier punto del planeta. Y eso tiene mucho que ver con los problemas catastróficos que se anuncian, casi diariamente, debido al llamado “calentamiento global”, que comienza a incidir en los bruscos cambios climáticos, nunca observados en los siglos precedentes por la humanidad, mientras el calor atmosférico aumenta año con año hasta que, se profetiza científicamente, llegará un instante en que no podrá resistirse en nuestro amado planeta, ni por las plantas, ni por los animales, menos por los seres humanos, como lo dijo recientemente el Secretario General de la ONU, don Antonio Guterres.

El uso incontrolado de los combustibles, derivados del petróleo, envenena con “smog” el aire que respiramos y produce acumulaciones monstruosas de plásticos en mares y ríos, que han exterminado miles de especies de peces, mariscos diversos, crustáceos, tortugas, incluso, ballenas, focas, leones marinos, pingüinos, etc. cuya supervivencia es, hoy por hoy, una de las mayores preocupaciones de los ecologistas. En tierra, también grandes extensiones selváticas han sido “arrasadas” por la tala indiscriminada, con la finalidad de construir viviendas para una población que crece geométricamente año con año, pero sin medir las consecuencias funestas de esa destrucción de plantas y árboles, que trae muchísimas consecuencias negativas y terribles para la vida en general, como el aumento de la contaminación atmosférica, agotamiento de fuentes hídricas, muerte y desaparición de muchísimas especies de aves, mamíferos, insectos, reptiles, etc. a las que, muy pronto, podríamos sumarnos los seres humanos. Una de esas especies desaparecidas casi totalmente, son las abejas que nos producen miel, cuya causa es la desaparición de especies vegetales que les servían de alimento y, a la vez, como materia prima de su producción melífera. Todo en el mundo está concatenado lógicamente. Si algo falta en la cadena alimenticia, todo se arruina en su orden natural. Y de seguir así, sin tomar compromisos ecológicos serios y efectivos, en menos de dos siglos seremos un planeta moribundo, vagando eternamente con su cargamento fatídico, por el espacio sideral.

Volviendo al tema de esta columna, recuerdo que al atardecer del domingo 6 de mayo de 1951, siendo un “cipote” de muy corta edad, vivía con mi familia en la ciudad de Jucuapa, urbe usuluteca, cuando fuimos sacudidos por un violento terremoto que, en cosa de segundos, derribó casas, edificios comerciales y dejó numerosas víctimas humanas entre muertos y lesionados. Este sismo de gran magnitud afectó también a otras áreas como Chinameca, San Buenaventura, Santa Elena y más localidades circunvecinas. Gracias a la habilidad de un telegrafista que logró conectarse con San Miguel, la noticia del desastre pudo ser pronto conocida y el ejército envió tropas para resguardar la seguridad de bienes y personas, además que, por la mañana siguiente, nos regalaron vasos de leche y pan dulce. Mi papá envió a un subalterno, a socorrernos, pues era el comandante y capitán del puerto El Triunfo, en la bellísima y productiva Bahía de Jiquilisco.

Poco después llegamos a Soyapango y mis padres adquirieron una vivienda pequeña, pero con una porción regular de terreno cultivado con árboles de café y diversas frutas, que nos hacía evocar el medio en que vivíamos en Jucuapa y recuerdo que, cerca de lo que ahora es el Bulevar del Ejército, funcionaba una fábrica de abonos orgánicos, cuya materia prima era precisamente la basura y demás desechos que recogían los servicios de limpieza en Soyapango y San Salvador, en forma rudimentaria, pues incluso se utilizaban aún carretones tirados por mulas. Y aquí llegamos a lo que deseo exponer en forma sencilla, pues no conozco la técnica de producir fertilizantes, cuya escasez se anuncia será grave a causa del mismo conflicto que acribilla fatalmente a Ucrania.

Si en el año 1951, hace siete décadas, en un sitio de Soyapango (cuna de la industrialización salvadoreña), posiblemente sin mucha tecnología, pero con el entusiasmo muy propio de nosotros los salvadoreños, un grupo dinámico producía abonos orgánicos para los agricultores cercanos, pues aún se cultivaban cereales, caña de azúcar y tabaco en zonas próximas a la capital, ¿podríamos revivir el proyecto de utilizar desechos orgánicos para fabricar abonos agrícolas, y paliar en parte, o temporalmente, la crisis que se avecina en este rubro? Cedo la palabra a los profesionales químicos, industriales, emprendedores nacionales, etc. Querer es poder, decían mis padres. Reitero esas mismas palabras. Ahora o nunca.