Restos del primer Palacio Nacional de El Salvador tras su incendio. Fueron fotografiados por el alemán Peter Fassold. En la actualidad, el original de esta fotografía se localiza en su archivo personal en Hannover, Alemania.


Las luchas internas de liberales y conservadores, así como sus enfrentamientos entre sí y con el poder fáctico de la iglesia católica derivaron en el movimiento insurreccional de los liberales, que en 1871 alcanzó el poder tanto en Guatemala como en El Salvador. Con el ascenso al poder del mariscal de campo Santiago González Portillo, el país entró en una etapa marcada por cambios acelerados, centrados en alcanzar el progreso y la modernidad del país en general, la vinculación consolidada con los mercados internacionales, la secularización de la sociedad urbana (lo que requería no solo la expulsión de órdenes religiosas como los jesuitas, sino el trabajo pleno de altos intelectuales vinculados con la masonería con aquellos sacerdotes que decidieran ser fieles al gobierno) y la consolidación del Estado-nación mediante reformas tendientes a la institucionalización gubernamental dentro de un proyecto constitucional de corte republicano.

Abrir las puertas del Estado-nación a la comunidad extranjera representaba retos en muchos niveles. Uno de ellos era el de la posibilidad de recibir criminales perseguidos en otros países y territorios. Frente a ello, El Salvador tomó la decisión de no solo firmar tratados de paz, amistad, navegación y comercio con diversas naciones, reinos e imperios del mundo en el último trecho del siglo XIX, sino que también inició la política de suscribir acuerdos y tratados de extradición. En el artículo 2, ordinal 9º. del Tratado de extradición suscrito entre El Salvador e Italia el 29 de marzo de 1871 (publicado por el Boletín Oficial, el 23 de diciembre de 1872), se dejó consignado que quedaba sujeta a captura y extradición la sustracción (entendida como malversación) “cometida por oficiales o depositarios públicos”.

Tarjeta postal con un grabado metálico del primer Palacio Nacional de El Salvador, situado en el mismo predio donde funciona el actual. Imagen cortesía del coleccionista y educador estadounidense Dr. Stephen Grant.


Ese mismo tono legal se conservará en los tratados de extradición suscritos con otros países, como Costa Rica y Guatemala, en 1895 y 1896, pero en la práctica fueron solo letra muerta, ya que no se le dio cumplimiento efectivo a esas disposiciones. Cuando algún funcionario de un régimen derrocado escapaba hacia alguno de esos países, no era perseguido por actos de corrupción, malversación del erario público u otros delito en contrario de los erarios públicos, sino que, en la mayoría de las ocasiones, era considerado un perseguido político y sus persecución o penas se extinguían por su radicación en suelo extranjero, por prescripción o incapacidad de las autoridades para prosecución de los culpables, por el retorno de los mismos a El Salvador con un nuevo régimen que no los sometía a juicio alguno o por su fallecimiento. Hasta que, una noche, la corrupción y sus efectos se salieron -por completo- de control.

Pocos minutos después de que iniciara el 20 de noviembre de 1889, los gritos proferidos por el policía Sebastián Cuba y por el contador J. Manuel Barrière sacaron de sus sueños a casi todo San Salvador: ¡el Palacio Nacional se encontraba envuelto en llamas! ¡Se quemaba la casa de todo el gobierno salvadoreño! Grupos de hombres se organizaron con rapidez para intentar sofocar las llamas, que no solo consumían al principal edificio gubernamental por los cuatro costados, sino que también amenazaban con hacer arder a la Universidad, a la Biblioteca Nacional y a la Escuela Politécnica Militar, situadas al frente, en la manzana occidental de la también insegura Catedral Metropolitana.

En la segunda mitad del siglo XIX, la incipiente modernización del país implicó el uso de billetes bancarios, timbres fiscales y estampillas para el servicio de correos. Primera estampilla postal salvadoreña, emitida en 1867 por la compañía neoyorquina American Bank Note Company. Imagen proporcionada por el coleccionista Guillermo Gallegos F., Ciudad de México.


Las tomas públicas del agua no arrojaron el necesario líquido, porque el ramal de abastecimiento por cañería de esa zona estaba cortado y las fuentes naturales aparecieron secas. Tampoco se encontró al plomero para que lo reparara y el encargado de las 17 bombas y conexiones de la Universidad las había dejado bajo llave y se había marchado. Después se sabría que, a ambos, un guatemalteco desconocido los había buscado, invitado y emborrachado hasta casi matarlos. En cosa de dos horas, el fuego había consumado su labor destructora en aquel edificio cuya construcción de madera y mampostería inició el 15 de enero de 1866. Cerca de aquellos escombros aún ardientes, surgió la duda: ¿aquel incendio era una desgracia del infortunio o un atentado criminal?

Los policías destacados en la zona relataban que, a eso de las 00:15 horas de esa madrugada del 20 de noviembre, las llamas habían dado inicio en el portón del lado occidental del Palacio, muy cerca del despacho de estampillas postales. En cuestión de seis u ocho minutos, el fuego ya se había extendido por varios lugares del edificio, desde el Archivo General de Gobernación, dando vuelta en la esquina suroeste. Largas llamaradas se propagaban hacia el poniente a través de las ventanas de las Judicaturas de 1ª, 2ª y 3ª instancias, hacia la Dirección de Licores, la Contaduría Mayor y el Ministerio de Gobernación, situados en el piso alto, junto con la Presidencia de la República, Corte Suprema de Justicia, Archivo Judicial, Archivo Federal de Centro América, Ministerio de Fomento, Instrucción Pública y Beneficencia, Juzgado General de Hacienda y los ministerios de Relaciones Exteriores y Hacienda con sus respectivos anexos. En la planta baja se localizaban la Tesorería General, Oficina de Circulación de Canjes, Secretaría de la Comandancia, Gobernación Departamental de San Salvador, Oficina de la Propiedad Raíz e Hipotecas, Contaduría Mayor de Cuentas, Congreso Legislativo, Dirección de Correos y el Archivo de la Nación.

General Rafael Antonio Gutiérrez, quien en 1897 otorgó un perdón presidencial al exmandatario Dr. Zaldívar y así lo libró de las acusaciones por corrupción que pesaban en su contra desde 1885.


De todos esos lugares, solo los directores y empleados de la Tesorería y del Archivo lograron rescatar algunos documentos semiquemados y otros enseres de valor, aunque no pudieron hacer nada por los valiosos óleos de Francisco Wenceslao Cisneros y las esculturas talladas por Pascasio González Erazo que se encontraban en salones adyacentes y del primer nivel.

Ante la severa falta de agua, que era transportada mano a mano, balde a balde, por largas filas de hombres cultos e incultos aprestados para ayudar, algunas personas propusieron que se derribaran hacia adentro los muros de madera del segundo piso, para que los restos ardientes no fueran a salirse de un perímetro determinado y causaran la destrucción de las estructuras adyacentes.

En medio de la confusión, se dio lugar también al pillaje, por lo que desaparecieron series completas de estampillas postales y de bonos de la Tesorería, al igual que centenares de guías de añil para exportación y de expedientes de casos criminales y de hacienda que se encontraban en los juzgados. Todos esos documentos fueron anulados por el gobierno, para no dar lugar a la evasión fiscal, a la especulación, al contrabando y al no cumplimiento de procesos y penas. Sin embargo, solo se detuvo a Apolinario Ávila, a quien se le acusó formalmente por robar 50 pesos y tres cortes de casimir.

“El gobierno en la calle, la historia del país borrada” expresaba una frase periodística para reseñar todo aquel amanecer del desastre, del que el presidente general Francisco Menéndez se enteraría al regresar, por tren, desde Ahuachapán. Mientras tanto, el fotógrafo alemán Peter Fassold ya se había aprestado a registrar, con sus lentes y bromuros, las ruinas de aquel primer Palacio Nacional de El Salvador.

Los gendarmes apostados cerca del Palacio siniestrado declararon que para ellos hubo “mano aleve” en el suceso, dado que la puerta frente a la Universidad estaba abierta y el portón occidental fue tumbado hacia adentro, lo que hace suponer violencia. Lo extraño era que nadie –ni policías ni vecinos- escuchó ni vio nada, sino hasta que sonaron los despavoridos silbatos de alerta.

En el Archivo judicial y en la Corte Suprema se quemaron todas las causas criminales en proceso y las pruebas incriminatorias de las mismas, incluidas las de la instrucción más gruesa y famosa de entonces, sostenida por el gobierno del general Francisco Menéndez contra el médico y expresidente Dr. Rafael Zaldívar, a quien durante sus años en el gobierno (1876-1885) se le acusaba de haberse apropiado de una cifra calculada en dos millones y medio de pesos del erario nacional.

Como gobernante, el Dr. Zaldívar devengaba 12 mil pesos anuales y contaba con una partida secreta para erogaciones de igual monto, así como con 300 mil pesos para gastos diversos de los que debía rendir cuentas anuales ante el poder legislativo bicameral, compuesto por diputados y senadores. Y Zaldívar sabía sacarle provecho a esos recursos, en especial para aquellas obras públicas y eventos sociales y culturales que consolidaran su imagen pública. Por eso, no resulta extraño que tomara 500 pesos plata fuerte y se los entregara a un joven poeta nicaragüense como Rubén Darío, quien a los 15 años de edad entró al servicio cultural de la Presidencia salvadoreña durante su primera estancia en suelo salvadoreño, entre agosto de 1882 y octubre de 1883.

Fotografía del funcionario José Dolores Larreynaga, un hombre probo como pocos en la historia nacional y quien dejó casi quebrar sus empresas agrícolas para dedicarse de lleno a la administración pública.


En apoyo a la hipótesis de la mano criminal, Calixto Velado (escritor y tesorero) encontró debajo de la mesa de su oficina una mecha de lona, de cuarta y media de longitud, impregnada con gas y alquitrán. Como refuerzo a la misma, Manuel Barrière sostuvo que el fuego inició en dos puntos del edificio, que eran la Dirección de Correos y la oficina del caso Zaldívar, situada en la esquina suroeste, cerca del Archivo de Gobernación, donde se almacenaban los legajos incriminatorios contra el ilustrado como despótico exgobernante. Pese a esto, las autoridades no tenían nada concreto entre manos, sino solo rumores, pruebas circunstanciales, meras sospechas de quién y por qué se había iniciado el fuego. Y nunca se pasó de ese nivel en las cortas investigaciones emprendidas.

En su informe final a la Asamblea, ofrecido en marzo de 1890, el empresario José Larreynaga, por entonces ministro de Gobernación, declaró que “el ánimo se resiste a creer que haya salvadoreño tan malvado que, movido por pasiones personales o de partido, concibiera el negro proyecto de incendiar el Palacio, pero las informaciones seguidas por los tribunales de justicia, la extensa investigación hecha por el ministerio a mi cargo, la rapidez con que fue reducido a cenizas aquel grande edificio, el cual se vio arder por varios costados a la vez, arrojan fuertes presunciones de que mano aleve y misteriosa consumó tan horrible y espantoso crimen”.

Por las llamas que devastaron al Palacio Nacional nadie fue acusado ni encarcelado. Sobre los hechores materiales y autores intelectuales cayó un velo de impunidad protectora. De sobra está añadir que el proceso seguido contra el Dr. Zaldívar no siguió por mucho más tiempo y se quedó atrapado en un limbo jurídico, del que solo saldría gracias al perdón presidencial que le otorgaría el general Rafael Antonio Gutiérrez, uno de los “44”, en 1897.

 

El doctor Rafael Zaldívar en traje diplomático. Fotografía suministrada por la Biblioteca Nacional de Francia, París.