La interpelación del titular de la cartera de defensa nacional a finales de la semana anterior, vino a ser apenas una de las consecuencias de la toma militar del recinto legislativo el pasado nueve de febrero.

Ese hecho, conocido desde entonces como el “9F”, sigue produciendo efectos políticos e institucionales desde aquel domingo, cuando televidentes y usuario de redes sociales en el país y en el mundo, vieron al presidente de la república ingresar a la sede principal de la Asamblea Legislativa y, en medio de curules vacíos y rodeado de su escolta habitual, pero también de miembros de unidades militares de élite y de otros más, pertenecientes a las áreas especiales operativas de la policía, ingresar al Salón Azul para ocupar el puesto del presidente de ese órgano de estado, intentando de esa forma llevar a cabo una sesión legislativa sin el pleno para realizarla y sin la legitimidad constitucional para llevarla a cabo.

Muchas cosas han pasado desde entonces, un mes después la pandemia terminaría de dar al traste con las fortalezas institucionales que aún quedaban de nuestro incipiente estado de derecho: la detención arbitraria de cientos de personas por parte de policías y militares, el miedo a los retenes en calles y avenidas, la toma del Puerto de la Libertad a cargo del contralmirante Merino, fueron hechos que dejaron a la vista la falta de compromiso de las autoridades civiles y militares con el orden democrático, con el respeto a los derechos humanos y las libertades civiles, y todo esto, bajo la excusa de salvaguardar dichas garantías comenzando con la vida y la salud de la población.

Pero volviendo a la interpelación, debe recordarse que esta es en sí misma un mecanismo constitucional de control político de los diputados hacia el presidente de la república, a quien se le pide cuentas por medio de sus ministros, usando para ello de una sesión plenaria que, en el caso del contralmirante Merino Monroy, también dejó en evidencia las serias limitantes de un órgano legislativo en el que salvo contadas excepciones, se carece de pensamiento crítico, capacidad de análisis constitucional y ya no se diga, de memoria histórica para afrontar los grandes problemas nacionales.

Y vaya que se está ante un grave problema cuando en menos de un año la Fuerza Armada se convierte en el primero de ellos, y para mayor desgracia de la sociedad, se está ante una deficiencia democrática que ya se había logrado resolver gracias a los consensos reflejados en los Acuerdos de Paz de Chapultepec en 1992, a través de los cuales, se clarificó el papel de los militares en la sociedad, los alcances de su misión en defensa de la soberanía, pero más importante aún, se delimitaron las posibilidades de su participación en los asuntos políticos y públicos, para los que parecían siempre tan dispuestos a imponer su puntos de vista e interés de grupo.

Pero la interpelación de la semana pasada dejo en evidencia a unos y otros: para el ministro de defensa la obediencia al superior que está mandando es incondicional, la legalidad será absoluta cuando es originada en el voto mayoritario que recibió su comandante en jefe, y aunque fue interrogado insistentemente por algunos diputados de la oposición, no fue capaz de reconocer las órdenes recibidas y tampoco de asegurar que un evento como el ocurrido el 9F, no volverá a repetirse así fuera convocado para ello.

Los legisladores no hicieron un mejor papel, elaborando un cuestionario que contenía preguntas incriminatorias, lleno de vacíos conceptuales a pesar de que algunos legisladores fueron oficiales de carrera, perdiéndose así la oportunidad de mostrarse ante los militares con una mayor cohesión parlamentaria, ante la grave amenaza que el 9F significó para la democracia que tanto ha constado reconstruir, pero también para el poder legislativo que todos representan y comparten. Olvidan los diputados que la facultad de legislar se basa en principios constitucionales inspirados en la razón y en la libertad, no en la fuerza bruta que representa el poder militar.

Vistas así las cosas, el 9F terminó produciendo los efectos que sus organizadores buscaban: dejar en evidencia lo endeble de un órgano legislativo en el que prevalecen los intereses partidarios, con diputados susceptibles a la amenaza o al soborno, y todo esto, mediante la ejecución de una verdadera ocupación militar cuyos protagonistas ya pueden están seguros de salir ilesos de cualquier investigación de las autoridades civiles, a las que ni siquiera respetan y mucho menos se someten. Misión cumplida.