El 27 de abril de 1991, la guerrilla y el Gobierno de entonces firmaron los Acuerdos de México que fueron ‒sin duda‒ esenciales en la refundación teórica de un país con graves fallas de origen: excluyente y desigual, plagado de inequidad y desbordante de iniquidad; además, rebalsado de impunidad. Ese día, las partes beligerantes pactaron reformas constitucionales que –de haber sido apreciadas en serio– hubieran hecho surgir progresivamente un “nuevo El Salvador”. ¿Hubo clic entre ese par de enemigos acérrimos que, aún armados hasta los dientes, buscaban cómo terminar la guerra e iniciar el camino hacia la paz? Aparentemente, sí.

Reformaron la Constitución para meterle mano al sistema judicial: nueva organización de la Corte Suprema de Justicia y de la elección de su membresía, además de fijar el monto del presupuesto anual para su funcionamiento. Nació el defensor del pueblo, que no bautizaron así por el “peligroso” mensaje, y estipularon la elección calificada de quienes dirigirían el Ministerio Público. Redefinieron al Consejo Nacional de la Judicatura, crearon la Escuela Nacional de la Judicatura y regularon el ingreso a la carrera judicial. Importante fue, también, la reforma del sistema electoral.

Asimismo, lo fue la decisión de enfrentar la barbarie consumada por quienes ‒ese día‒ suscribieron los más importantes acuerdos políticos para silenciar fusiles y dirigir el país hacia una convivencia en tolerancia y concordia. Para ello había que investigar y reparar los daños causados, empezando por castigar a sus autores mediante el buen funcionamiento del sistema de justicia nacional, sin importar el estatus del culpable.

Convinieron, pues, instaurar la Comisión de la Verdad para conocer graves violaciones de derechos humanos, crímenes de guerra y delitos contra la humanidad que hicieron de esta tierra un infierno para el pueblo salvadoreño. Infierno del cual, penosamente, aún no sale. ¿Por qué? Porque, entre otras razones, quienes firmaron los acuerdos se los pasaron “por el arco del triunfo”. Del partido ARENA, era de esperarse. Pero hubo mucha gente que esperaba del FMLN coherencia con su pasado; no lo veían aceptando su desnaturalización e, incluso, promoviendo y siendo parte de su violación.

A su dirigencia, entregadas armas y quimeras, le valió poco ese pueblo maltratado por el que dijo luchar y se sumó a su rival para consolidar un sistema excluyente y desigual. Pasaron del “venceremos” al “venderemos”, sin rubor. ¿Demasiado fuerte lo anterior? Para nada; los hechos lo confirman.

Hace veinticinco años acordaron con el Gobierno de ARENA crear la Policía Nacional Civil para resguardar “la paz, la tranquilidad, el orden y la seguridad pública, tanto en el ámbito urbano como en el rural, bajo la dirección de autoridades civiles”. Sacaron a la milicia de esos menesteres para someterla al poder civil. El FMLN no comenzó a revertir esto. El primer patrullaje conjunto de militares y policías se dio el 16 de julio de 1993. Año y medio exacto de la firma del Acuerdo de Chapultepec, ARENA inició ese “viaje sin retorno”. Los militares salen fácil de los cuarteles, pero cómo cuesta meterlos de nuevo.

No obstante oponerse siendo oposición a todo lo que proponía la “derecha”, ahora que la “izquierda” gobierna hace más de lo mismo que su antípoda en mayor cantidad y hasta de más baja calidad, quizás. De la “mano dura” saltaron a la “patada el pecho”. Ciertamente, la delincuencia y la mortandad ya hace ratos rebasaron cualquier límite tolerable. Pero un Estado que se respete no puede saltarse la barda para combatir esos flagelos.

Criticaron a ARENA pero hoy, con las riendas gubernamentales en mano desde hace siete años, ya sacaron a todos los “verde olivo” y hasta sus reservas llamaron en un desesperado intento por no perder las próximas elecciones. Hace veinticinco años en México, le agregaron una “declaración unilateral” al documento que firmaron junto al Gobierno de ARENA. No querían que la Fuerza Armada siguiese siendo, constitucionalmente, una “institución permanente”; por ello, dejaron constancia de algo: una de las reformas pendientes a la Carta Magna era la desmilitarización.

“Militarismo y democracia –afirmó Ignacio Ellacuría, mártir que algunos evocan “del diente al labio”– son dos cosas excluyentes. A los militares no los elige el pueblo. Y en estos países, inmemorialmente y hasta el día de hoy, hay un predominio enorme del peso militar sobre la vida civil […] A más larga distancia, para favorecer la democracia en Centroamérica, ¿qué deberíamos hacer? Desmilitarizar la zona. Y, naturalmente, en eso va la ‘desarmamentización’ del área”. A Ellacuría lo mataron los militares y nadie los castigó. ¡Viva la impunidad! ¿Y qué?