El poder, ya se sabe, ejerce sobre las conciencias un efecto narcótico. Cuando se le tiene y puede hacerse con él prácticamente lo que se quiera, el poder suele nublar el entendimiento y convencer a quien lo posee de que no lo perderá jamás. Dadas sus condiciones alucinógenas, el poder transforma el dulce presente en una aspiración irreal de eternidad. Quien se siente poderoso llega a albergar la peregrina idea de la perpetuación, porque no concibe límites a aquello que se expande a través de su sola voluntad.

Lo cierto, sin embargo, es que el poder se acaba. Tarde o temprano. Nada hay eterno sobre la tierra, ni siquiera la vida del que hoy se cree fuerte e intocable. Para algunos aspirantes a dictadores el sueño es morir en el ejercicio del poder formal, como Stalin, Chávez o Castro… Pero los casos de aquellos a quienes llegó la muerte antes de perder el mando son pocos —si nos atenemos al último medio siglo— en contraposición a aquellos que no solo lo perdieron sino que terminaron en la cárcel o arrastrados a una muerte ignominiosa como consecuencia directa de su descomunal ambición.

Hitler y Mussolini, dictadores de Alemania e Italia respectivamente, vieron el final de los “imperios” que habían construido a sangre y fuego. El líder nazi se pegó un tiro bajo los escombros de la cancillería de Berlín, en abril de 1945, deplorando a su pueblo no haberle acompañado en aquel delirio mesiánico que iba a durar, supuestamente, “mil años”. Horas antes, Benito Mussolini, el hombre empeñado en revivir la gloria de la Roma imperial, colgaba boca abajo del techo de una gasolinera en Milán, con su cuerpo molido a golpes por la muchedumbre que una vez lo vitoreó. Ni uno ni otro, mientras implantaban el terror y masacraban a sus adversarios, pensaron nunca que iban a terminar de semejante manera.

Muammar Gadafi, tirano de Libia, fue linchado y hasta sodomizado por bandas opositoras en 2011, en Misrata, cayendo en una lucha insensata por recuperar el poder. Pol Pot, déspota de Camboya, fue arrojado de su país por la vecina Vietnam y se mantuvo escondido en las selvas hasta que su propio grupo guerrillero lo hizo arrestar, falleciendo en circunstancias poco claras en 1998. Nicolae Ceaucescu, dictador de Rumania, salió en diciembre de 1989 al balcón del edificio del Partido Comunista, en Bucarest, creyendo que con un discurso iba a apaciguar los ánimos de la población, y la sorpresa que se llevó (dibujada en su rostro en cualquiera de los videos que se encuentran en Youtube sobre aquel momento histórico) fue trágica: horas después, tras un juicio sumario, era fusilado junto a su esposa.

Fidel Castro y Hugo Chávez son excepciones en Latinoamérica, donde los opresores, casi por regla general, no llegan a morir ejerciendo el poder. Algunos, como Augusto Pinochet, lo pierden en elecciones democráticas; otros, como el paraguayo Alfredo Stroessner o el venezolano Marcos Pérez Jiménez, se ven destituidos por revueltas democráticas, y algunos otros, como el nicaragüense Anastasio Somoza García o el dominicano Rafael Leónidas Trujillo, terminan asesinados.

Pero la lección más importante en relación a los dictadores la ofrece la historia. Sin importar de qué manera dejen el poder, o incluso si no lo dejan, las tiranías terminan siendo repudiadas por la posteridad. El delirio desemboca en pesadilla; la soberbia y la petulancia, en desprecio universal.